ESCRIBE: Marco Antonio Panduro

Tras dos años y medio, en 2006, Tzvetan Todorov terminó de escribir EL ESPÍRITU DE LA ILUSTRACIÓN. Para el filósofo, lingüista, historiador y oficiante de otros títulos más, pese a que a este movimiento intelectual nacido en el siglo XVIII se le culpa de haber generado indirectamente varios males (el totalitarismo, el colonialismo, el conflicto existencial en el individuo, entre otros), sus ideales gozan de buen prestigio aún.

Basta recordar a Diderot, Voltaire, Rousseau, Montesquieu, los precursores de la Revolución Francesa, nombres y hecho históricos que en el colegio se aprenden de memoria y de paporreta. Aquellos librepensadores cuyas ideas movilizaron a los colonos de un futuro país en Norteamérica, aquellos valores universales que influenciaron en los pensadores hispanoamericanos para que cada país ganara su emancipación (si agregamos una dosis de romanticismo social ‒la historia es más compleja y oscura que este simple aserto).

Una de las máximas en la Ilustración es «Pensar por uno mismo». Todorov resalta una frase de Kant: «Nuestro siglo es propiamente el siglo de la crítica, a la que todo debe someterse». Para llegar a este estado de criticidad, empero, es necesaria, en el individuo, la adquisición de una autonomía en su pensar (lo cual no quiere decir autosuficiencia). Pues sí, a mayor instrucción, mayor capacidad para decidir por uno mismo.

En estas tierras amazónicas el impulso libertario de la Ilustración puede ser visto desde lentes varios. La parte contraproducente es su efecto colonizador en los “territorios de ultramar”. Este es por ejemplo el eurocentrismo de países como Francia, Inglaterra o España (en nuestro caso) que se arrogaron la facultad de decidir sobre qué era civilización y quiénes eran los bárbaros.

Pero por ratos pareciera que a nuestro pueblo ha llegado solo el lado B, el falso negativo del llamado Siglo de las Luces, y su afán humanista se perdió en el camino.

El soberano pilar sobre el que se sostenía el principio de la Ilustración era la razón, pero por paradójico que suene, Todorov repara en el detalle de que en los librepensadores que dieron gesta a este movimiento no otorgaran un papel privilegiado (subrayamos privilegiado) a la razón.

«Y es que la razón ‒previamente ha citado esta frase de Hume «La razón es, y solo debe ser, esclava de las pasiones»‒ puede servir tanto para el bien como para el mal. Para cometer un gran delito el delincuente debe desplegar gran capacidad de razonamiento».

Es de temer, ahora que se avecinan las elecciones municipales y regionales ‒ya no es de temer, estamos acostumbrados‒, porque ya poco puede hacerse para que los pobladores de este vasto territorio se muestren más activos e “independientes” ‒por no usar “autónomo”‒ para que la historia política no se siga repitiendo.

Solo hay indignación efervescente, mas no hay capacidad de propuesta en la muchedumbre que protesta ‒si es que protesta‒, como señala Bauman, por un lado; y hay discurso vago, circunloquio barato de parte de políticos y candidatos en el estrado.

De manera que no se trata tanto de que en la selva loretana nos volvamos racionalistas del todo, y dejemos de ser menos idólatras y agoreros, y echemos a un lado nuestra tradición de supersticiones. De hecho, ya estamos rodeados de racionalistas. En todo caso, tendríamos entre “nuestras” autoridades y políticos grandes racionalistas, si se entiende la ironía.

Sobre justamente la imperiosidad de afirmar la identidad del individuo como antídoto para este tipo de venenos sociales, ‒y en consecuencia un pueblo tome las riendas de su propio destino‒ es de suponer que una causa para que este panorama político-social y moral se vea poco promisorio sea la ausencia de pensamiento crítico. La educación tradicional que se imparte (en niveles escolares y superiores) guiña más hacia el adoctrinamiento desde la formación temprana hasta una deformación en el individuo adulto.

Más allá de los enfoques o programas educativos, el problema puede que pase por la coherencia entre el decir y el hacer entre los muchos actores (no todos, por supuesto) que sirven como canales de transmisión en los centros de enseñanza. Si se predica con el ejemplo, como reza el dicho, sería contraproducente designar alguien sumiso para que se hiciera cargo del curso de liderazgo. La misma analogía se daría entre pedir alumnos críticos y no poseer la facultad de la criticidad en quien solicita esta demanda. Convendría pues hacer sabio equilibrio entre razón, emoción y ética.

Si Todorov dedicó este libro a rescatar el espíritu de la Ilustración es porque, como dice, somos hijos ‒unos más, otros menos‒ de esta época fascinante, momento bisagra en la historia de la humanidad, así seamos críticos, paradójicamente, de esta.

Más allá de sus reproches y desvíos el saldo de la Ilustración es que lleva una herencia en el resto de la humanidad hasta nuestros días.