En una inesperada   iniciativa, el mandatario Fernando Meléndez ordenó, mediante un bando oficial, pintar todas las casas de la región de un color vivo, encendido, que recordaba a una dulce fruta, el color naranja. Cuadrillas de hombres y mujeres, provistos de brochas gordas y de voluminosos baldes se dedicaron noche y día a colorear dichas viviendas y en poco tiempo las ciudades y los pueblos lucían el alegre color naranja como distintivo que atraía a los turistas que venían a ver a la región de un solo color. Los moradores que se negaron a admitir dicho color en sus fachadas fueron multados con varias unidades impositivas.

Una vez que concluyó dicha faena de uniformidad naranjista, el mencionado presidente, que ya había impuesto el color naranja entre los trabajadores del gobierno regional, se propuso pintar los arboles de ese mismo color agradable. Cuadrillas de hombres y mujeres, con brochas en mano y baldes de pintura hicieron su aparición entre los jardines caseros y los pocos arboles de las ciudades y procedieron a pintar con ese color. Pero pese a los esfuerzos el color naranja no pudo imponerse al color verde que era cosa de la naturaleza. El fracaso no arredró a Fernando Meléndez que quiso pintar el paso de los ríos con el singular color de su partido político.

Cuadrillas de hombres y mujeres, con brochas en mano y baldes de pintura tomaron los principales ríos de la fronda y trataron de poner el color naranja. Pero debido a muchos factores los ríos siguieron teniendo los colores que siempre habían tenido. El nuevo fracaso no desanimó a Fernando Meléndez. En otro intento descabellado quiso mandar pintar el cielo de color naranja, para lo cual incrementó con nuevos miembros las cuadrillas de pintores. Pero por más esfuerzos que estos hicieron, consiguiendo hasta una escalera grande y otra pequeña, los trabajadores no consiguieron su objetivo.