ESCRIBE: Patrick Pareja Flores
Hace un par de semanas hablaba sobre la selva y sus tragedias, sobre su comportamiento no idealizado, desconocido y espantoso. Les hablé de una historia que un autor de la Amazonía peruana supo retratar y establecer, que más allá de su belleza paisajística, se esconde una verdad: ella es dominante, seductora y destructiva.
Siguiendo esa línea no domesticada, el selvismo que se necesita ver en su dimensión total, pero lejos del país, al otro lado del continente, vivió otro autor que de forma magistral retrató la selva india.
Rudyard Kipling (Premio Nobel en 1907), buscó exteriorizar ese conocimiento, y lo consiguió. Logró una obra exquisita, cruda, intrigante e intensa. El libro de la selva, publicado en 1894, es un libro de descubrimiento, de impostación, de travesías, de dudas y reclamos, de abandono y soledad.
Compuesto de siete cuentos, nos muestra a una selva organizada, en grupos, manadas o pares, dominada por el más fuerte, por la codicia.
La frase que dio pie a este artículo, la que pueden encontrar en la página 301, es una prueba de ello: ¡Humk hai! (¡Es una orden!). Una frase rigurosa, en la que no caben las dudas y los reclamos; un indicio de que en la selva se debe obedecer el mandato de un ser superior. Y no hablo de dioses o demonios, hablo de algo físico, palpable, salvaje y aguerrido, de los que habitan entre el follaje, entre los árboles, entre las piedras o el río. Me refiero a los animales, a los protagonistas que cobran vida y furor en todos los cuentos del libro.
El libro de la selva, como ya mencioné, tiene siete cuentos: «Los hermanos de Mowgli», «La caza de Kaa», «¡Tigre! ¡Tigre!», «La foca blanca», «Rikki-tikki-tavi», «Toomai el de los elefantes» y «Los servidores de su majestad». Cada uno tiene un poema a modo de introducción y una canción a modo de colofón, el que es una alegoría sobre el destino de los personajes, un plus que suena divertido o trágico.
De todas las historias, la más conocida, gracias a las diversas adaptaciones en el cine, es la historia de Mowgli. El niño criado por los lobos e instruido por Baloo, el oso, y Bagheera, la pantera. Una historia que desenmascara lo ruin que es la entorno, la ambición que se despliega del ser, del poder de tenerlo todo, de dominarlo todo, de poseer. A propósito, esta se desarrolla en los tres primeros cuentos, sin orden cronológico; pues cada uno puede vivir solo, se defiende a su manera. Sin embargo, al unificarlo, se entiende a profundidad el pensamiento de los personajes, las intenciones negativas y positivas, y el desenlace que encuentran acorde a sus acciones.
Kipling es un conocedor de la naturaleza. No se le escapan detalles, ni ambigüedades, ni lugares o zonas inhóspitas. La selva es el pliegue o el gran escenario en el que desarrolla. El libro de la selva, conocido también como El libro de las tierras vírgenes o El libro de la jungla, fascina, es explícito, pretende ser reflexivo o moral, pero es devastador. No hay ternura, ni te invita a valorar el medio ambiente o amar a los animales. Estos indicios, si existieran, son subjetivos, se pueden extraer, pero dependerá del lector. El libro es, más bien, una radiografía del pensamiento animal, es un muestrario, una urbe crónica, un universo desalmado y aterrador, desconocido y miserable, en el que sobrevive el más astuto, el rapaz; en él, la ingenuidad no tiene asidero.
A propósito, veamos el comportamiento de los monos, una especie sin futuro, sin sueños, que vive el momento, que causa malestar y desastre entre los habitantes: «Su sitio está en la copa de los árboles, y como las fieras levantan la vista muy de vez en cuando, no surge la ocasión para que se crucen en el mismo camino los monos y el Pueblo de la Selva. Pero siempre que veían un lobo enfermo, un tigre o un oso herido, lo atormentaban, y a cualquier fiera le lanzaban palos y nueces, para divertirse y con la esperanza de llamar la atención. Después aullaban y berreaban canciones absurdas, o invitaban a los habitantes de la Selva a subir a sus árboles para luchar con ellos, (…). Siempre estaban a punto de tener un jefe y leyes y costumbres propias, pero nunca lograban, porque la memoria no les duraba de un día para otro, y lo arreglaban todo con un dicho que tenían inventado: «Lo que los bandar-log piensan ahora, la Selva lo pensará más adelante», y esto los consolaba muchísimo», (p. 71).
En El libro de la selva, también hay hombres, pero él es otro animal que se mueve en dos patas, que vive en las páginas, pero no acapara el protagonismo. Este lugar, como ya está establecido, lo merecen los animales. Seres que dialogan, que conspiran, que gritan, que sufren, que exponen sus conflictos e intereses, sus malestares y penas. Pocos son honorables y nadie explica lo que es bueno o lo contrario, solo se expone lo normal: la naturaleza sigue el curso de su existencia y la supervivencia es un acto casi sobrenatural. Kipling muestra la selva tal como es: a primera vista, de lejos y a los ojos del visitante, es un mundo verde y agraciado, un lugar exuberante y atractivo; pero por dentro, para los que observan su conducta y viven in situ las desazones, es apocalíptico y malsano, es un sitio lleno de alimañas, ambición, traición, duelo, engaño, sufrimiento y tensión.
El libro de la selva es, sin duda, uno de los mejores libros escritos sobre la supervivencia, sobre la adecuación del hombre a un hábitat antinatural, sobre los animales y sus ideales, sobre las ganas de adentrarse a escuchar o sentir lo que piensan, para entenderlos, para mirar con otros ojos ese sitio que tanta paz nos suele dar.