ESCRIBE: Jaime A. Vásquez Valcárcel

Presentar un libro sin el libro. Ver quebrarse al autor al recordar la escritura de la novela. Aguantar las lágrimas, llorar hacia dentro. Auditorio lleno. Varias generaciones en una misma sala. Una librería convertida en centro de emociones. Voltear y ver a uno de los mejores escritores peruanos. Saber que en torno al libro se pueden juntar millones de emociones. Comprobar que la literatura nos sacará de este tremendo hoyo. Es decir: Leer es poder, como ya lo dijo un escritor y lo repitió una agente literaria. Agrego: que el autor homenajeado muestre su deseo de estar en Iquitos y que el escritor consagrado lamente ya no poder viajar a Iquitos es un oasis en esta patria tan maltratada.

Gustavo Rodríguez es un publicista convertido en escritor. ¿Será por eso que varios le consideraron y consideran un intruso en el oficio?. Ya lleva publicados varios libros. “Estoy segura de que esta obra hará pasar al lector momentos gratos (…) “El último cuento de este libro” -ese es precisamente su título- trata de una supuesta guerra entre las vocales y las consonantes castellanas “para conseguir la supremacía en el idioma (…) Exhorto a mis congéneres a incurrir en el sano (o malsano) disfrute de estos logrados cuentos, el último de los cuales incide en un campo que sí es mío: la fonética”. Todas estas palabras escribió Martha Hildebrandt el 2006 cuando se publicó “Trece mentiras cortas”.

Impulsado por la recomendación de Hildebrandt me he sumergido en los avatares y recomendaciones llegadas desde la linguística, filología, microbiología en torno a la jota o la ese y, también, con relación a la e como una guerra donde las consonantes, siendo mayoría, tienen que complementarse con las vocales que son minoría y que no sólo reclaman sino tiene que prodigarlas el respeto que se merecen. Así, leyendo el libro desde las últimas páginas, uno llega a “La noche que su voz se quebró”, donde Gustavo comienza con “Debo haber sido el único chiquillo de Trujillo que se alegraba cuando, de noche, se iba la electricidad” y nos sumerge en las historias que le contaba su abuela Eleonora Marañones y donde la imagina “con los ojos cerrados, inmóvil en su estrecha litera (…) deben ser loretanos que comercian con Brasil, parejas pobres que ahorraron para su luna de miuel, aventureros que llegan tarde a la era del caucho (…) su madre la despidió horas antes en Iquitos, haciendo cumplir el testamento de su primer marido, mi bisabuelo”. Así, entre consonantes, vocales, barcos, Trujillo, Iquitos y los ríos amazónicos con todos sus barcos, uno comienza a reconocer el trabajo de Gustavo Rodríguez. Con esos pensamientos acudí la noche del jueves a “El Virrey” de Miraflores. Encontré a un Gustavo premiado y, sobretodo, emocionado, además de soltar algunas confesiones como aquello que “en dos meses, escribiendo seis horas diarias” hizo posible “Cien cuyes”.

Contagiado por esa emoción nos acercamos a que pusiera algo en “Trece mentiras cortas”. Porque la novela que le valió el premio Alfaguara aún será presentada en marzo. Aquella noche fue literaria. Una noche de una charla entre editor y autor, donde Johann Page fue el complemento perfecto para que Gustavo Rodríguez se emocionara y contagiara a todos sus emociones. Bien por ellos, por todos. No sólo por el homenaje a un autor peruano que compitió con más de 300 trabajos de colegas de España, Argentina, Chile y 26 peruanos sino porque la cita provocó emociones originadas en la lectura y escritura. Además, porque la Amazonía está presente en los trabajos de autores galardonados y tienen en Iquitos un punto para sus obras y recuerdos. Alfredo Bryce Echenique no olvida, aunque ya no puede viajar a esta ciudad, sus paseos por Iquitos y Gustavo Rodríguez muestra su deseo de volver a Iquitos. Todo ello desde y para la literatura.