Emilio Laferranderie, El Veco, con Víctor Manuel Velásquez Cárdenas

Ya he dicho en anterior columna lo bien que se siente leyendo la historia del fútbol peruano, contada por José Carlos Yrigoyen que, como no podía ser de otra forma, está impregnada de detalles que merecen momentos de reflexión en la vida diaria. Uno de esos párrafos se refiere a Emilio Laferranderie, El Veco, que refleja una constante en el no siempre agradable mundo del periodismo. Es bueno repasar la historia del fútbol peruano, a pocos días de participar nuevamente en un mundial. Porque futbolistas y periodistas, tal como sucede con los políticos, no solemos llevarnos bien. Y se inventan historias que de tanto repetirse no sólo quedan en el colectivo sino que se convierten en “verdades”. No es que la post verdad nos haya inundado con la proliferación de las redes virtuales. Al fin y al cabo, todo es obra del ser humano y por lo tanto imperfecta. Aquí el párrafo.

“En Uruguay, la clasificación peruana fue recibida de distintos modos. El pueblo oriental encajó la derrota con resignación, no así el periodismo, que buscó  denodadamente culpables a los que encarnecer y guillotinar. El principal chivo expiatorio fue el Veco, a quien señalaron de haber simulado un pacto con Ramón Quiroga para que se vendiera a cambio de treinta mil dólares, dinero que, según esta despreciable versión, el cronista se embolsicó disimuladamente. Esto nunca pudo probarse, pero el escándalo fue tal que debió exilarse de su país e incorporarse al staff de “Ovación” y de “Gigante Deportivo”, la revista y programa que dirigía Pocho Rospigliosi. Durante años, Micky, el hijo de Pocho, una nulidad con todavía menos educación y cultura que su padre, propaló cada vez que tuvo oportunidad este infundio hasta que le sorprendió prematuramente la muerte. El Veco, otra clase de gente, jamás se dignó a responderle ni a rectificarlo, quizás teniendo en mente esa frase de Fernando Savater que nos recuerda que quien necesita defenderse no lo merece”. (Con todo, contra todos, José Carlos Yrigoyen. Página 207.