En los cálculos de los estudiosos de la conducta humana iba a romper juegos y fuegos la novísima boda ecológica, enlace verde que surgió a tiempo debido a la evidente crisis que corroía los cimientos del matrimonio de siempre. Impuesto por decreto oficial, ese renovador tipo de enlace civil era un contrato de por vida y más allá de la misma muerte, y estaba basado en los beneficios de la madre naturaleza, de la vida sana, de los auténticos sabores de la comida vegetariana, de la sanación de las frutas y otros logros ajenos a viejos consumos cárnicos y tóxicos. El amor, de acuerdo a sesudos tratados, entraba fundamentalmente por la boca.

Lo más impactante, interesante y seductor de dicho decreto era que el Estado garantizaba a los recién casados bajo el código ecológico la luna de miel, la casa, la cama y la mesa. Inclusive, ese Estado se ocupaba de la educación de los hijos por un periodo de cinco años. Los auspiciadores de semejante boda con gangas esperaban que todo el mundo saliera corriendo a casarse, que los casados se divorciaran para casarse de nuevo, que las solicitudes de bodas futuras reventaran las mesas de parte de los municipios de la república peruana, entes encargados de llevar a cabo ese evento que en nada se parecía a los matrimonios masivos de antes, donde los casados no recibían ni agua.

Pero los años han pasado y nadie, ni un solo ciudadano acompañando de su futura esposa, ha acudido a solicitar el casorio ecológico. Ello hizo que este columnista saliera de su cubículo para preguntar a los jóvenes que en esta zona tórrida no se andan con conductas monacales, justamente. El censo de las respuestas nos demuestra que el matrimonio natural cojea en alguna parte. En el dispositivo que dice que la boda ecológica no admite la separación o el divorcio porque el amor es eterno.