Desde la distancia de norteamerica, un viejo partidario del entonces presidente John F. Kennedy,  arribó al Perú. En los primeros días, como un turista más,  anduvo de un lugar a otro, entro y salió de varias oficinas, conversó con algunas personas y luego, cuando menos se esperaba, presento una denuncia César Acuña, el de la raza distinta,   por el delito de plagio. En el tenor de la denuncia se decía que el nombre de Alianza para el Progreso fue impuesto por el extinto mandatario estadounidense. Era un plan o programa que incluía una serie de acciones, entre los cuales se encontraba  los desayunos escolares en escuelas y colegios.  Ese nombre permaneció en el olvido hasta que el señor Acuña lo rescató para nombrar a su partido político.

 

El denunciante quería no solo que Acuña cambiara de nombre a su organización sino que le otorgara una cuantiosa indemnización por daños y perjuicios. El señor Acuña, para no encontrarse con nadie, menos con la inoportuna prensa, dejo de hacer campaña y viajó a distintos lugares a horas inadecuadas. Después, cuando no pudo esquivar a los acuciosos periodistas, declaró que el caso de Alianza para el Progreso no era un plagio, sino una feliz coincidencia. El estaba de acuerdo con el señor Kennedy y no podía pagar ni un centavo. El denunciante estaba dispuesto a todo e insistió en su intento de cobranza. Luego, al no obtener respuesta en el Perú, acudió al tribunal de la Haya.

 

Los serios y sesudos jueces, vestidos a su vieja usanza,  citaron a Acuña para ventilar el caso.  El día del juicio, los señores jueces, usando el latín  antiguo, realizaron las preguntas pertinentes, luego debatieron durante horas y finalmente dieron su veredicto. El señor Acuña fue castigado por acudir al descansado arte del plagio, por no tener mayores luces para poner nombre a sus cosas,  y quedó obligado a pagar una multa en forma de varias unidades impositivas.