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Bico Dávila : “Ojalá hubiera heredado el talento de mi padre

Bico Dávila es uno de los catorce hijos que ha engendrado Javier Dávila Durand, el poeta. Y con él se puede hablar de poesía. Por eso Pro & Contra le ha buscado para lanzarle algunas preguntas que él, hombre pensante, se ha demorado un tanto en responder. Urcututu, Bubinzana, los poetas, los homenajes, las injusticias y, claro, sobre los poetas que mueren en el intento de serlo, Bico responde.

¿Por qué crees que se demoró tanto un homenaje de este tipo al poeta Javier Dávila Durand?

Porque ya es costumbre no darle importancia al trabajo cultural que se desarrolla, sobre todo en las provincias del interior de nuestro país. La Amazonía es aún desconocida para la gran mayoría de los costeños. Pero lo que más lamento, es que ese olvido, ese desinterés y esa desidia, se manifiesta en mayor proporción en el ámbito local. Nuestras autoridades carecen de propuestas culturales, y cuando la propuesta nace del sector privado o de personas vinculadas a la cultura, la respuesta es casi siempre unánime: “no hay presupuesto”. Muy pocas son las personas o instituciones que se preocupan por la cultura. Por eso debo agradecer a Yaneth Sucasaca y Kristel Best Urday, dos jóvenes investigadoras que lograron recopilar la información suficiente y necesaria para montar la exposición “La Casa sin Puerta” que transita 40 años (1940-1980) de la literatura amazónica. En este espacio, la Directora de la Casa de la Literatura Peruana, Milagros Saldarriaga Feijoo, decidió rendir un homenaje al poeta amazónico Javier Dávila Durand, enhorabuena.

¿Cuál consideras que es el poema de tu padre que debería de leerse de memoria en los colegios?

Me gustan muchos poemas de mi padre por su factura y su intensidad lírica. El poema “Crónica de las Muertes de Pucallpa” es intenso, relata la lucha social de los campesinos del Ucayali. “La Casa sin Puerta”, que más que un poema es un reclamo, un llamado a la protección de nuestra Amazonía. “Iquitos”, un vivo y desgarrador poema de amor a la ciudad que él más ha querido. Pero hasta podría escoger libros enteros, por ejemplo “Yo, el sujeto” o “Parque de Reserva”, dos libros muy diferentes entre sí pero que muestran los afectos y las querencias del poeta. El primero dedicado al afecto amical, al cariño humano, un verdadero homenaje a la amistad. En el segundo, la flora y la fauna amazónica se reúnen en el afecto y la admiración del poeta.

¿El grupo Bubinzana murió en el intento de ser un movimiento poético y social al igual que Urcututu?

No lo creo. Justamente, una nueva mirada a la propuesta poética y narrativa de entonces y un claro sentimiento de respuesta social, más humana y menos paisajista, dan origen al grupo Bubinzana de los sesenta. Aunque en momentos diferentes, la propuesta (o la protesta, como mejor les parezca) del grupo Urcututu, es muy similar a la del grupo Bubinzana, pues ofrece un compromiso social y humano, donde el hombre amazónico inmerso en sus problemas económicos y sociales se torna el eje principal de la creación poética.

¿Quién crees que es el máximo representante de Bubinzana?

No me atrevo a nombrar un representante máximo de los Bubinzana. La trascendencia de Germán Lequerica en “La Búsqueda del Alba”, como la de Jaime Vásquez Izquierdo en “El Cordero de Dios” o la de Róger Rumrrill en “La Virgen del Samiria” pueden fácilmente permitirnos calificarlos en esa dimensión. Simplemente no lo puedo decir, aunque mis afectos y mi corazón se inclinen por Javier Dávila Durand.

¿Quién crees que es el máximo representante de Urcututu?

Más difícil aún. He convivido con cada uno ellos y conozco la calidad literaria de los tres. Carlos Reyes fue el primero en traer el premio Copé de Oro a nuestra isla, en 1986, con un libro inmenso como Mirada del Búho. Seis años después, en 1992, Anita Varela se convierte en la primera mujer en ganar el premio Copé con Lo que no veo en visiones, un libo que eleva la voz femenina amazónica a un nivel no alcanzado hasta entonces. Percy Vílchez, con quien más tertulias he compartido, es un narrador de oficio que nos ha dado obras importantes y vitales como El linaje de los orígenes, Inquilinos de las sombras y Los dueños de astros ajenos. En su estadía por tierras coloradas publicó El andante de Yarinacocha, libro al que le tengo un especial afecto. Creo que los tres son los máximos representantes de Urcututu.

¿Quién crees que es el mejor poeta amazónico de todos los tiempos?

La búsqueda de una voz amazónica universal continúa, y aunque hay buenos aportes en este trayecto, considero que no se puede determinar al mejor de todos los tiempos. Sin embargo, debo confesar mi admiración por Germán Lequerica, Anita Varela, Pedro Favaron, Carlos Reyes, Percy Vílchez. Demás está mencionar a Javier Dávila Durand.

¿Quién es el poeta amazónico contemporáneo que debería revalorarse?

Escoger un poeta amazónico que deba ser revalorado es un trabajo que debe hacerse muy en serio. Creo que hay que revalorar a muchos. Pero hay que separar la paja del trigo. Hay muchos escribidores presumiéndose poetas que andan por ahí publicando y asistiendo a cuanta feria y encuentros se presentan.

¿Te consideras, poéticamente, heredero de Javier Dávila Durand?

He aprendido mucho de él. Es decir, todo. Como he aprendido de César Calvo Soriano y también de Percy Vílchez. Y como he aprendido de mis lecturas. De sus catorce hijos, soy el único que se ha atrevido a pergeñar algunos poemas y escritos. Ojalá hubiera podido heredar su talento.

¿En algunas ocasiones has considerado que se ha sido injusto con tu padre?

En todos sus años dedicados a la poesía, a la actividad editorial, a la promoción cultural, al periodismo, mi padre jamás ha considerado que han sido justos o injustos con él. Yo considero lo mismo. Él ha sido feliz haciendo lo que hizo. Sin embargo, estoy convencido que algún día su obra será estudiada y valorada en su verdadera dimensión.

¿Después del Premio Paucar, este es uno de los mejores homenajes a tu padre?

Sin duda. Al tratarse de una institución que viene del centralismo limeño, pero que se preocupa por investigar los diferentes procesos literarios del interior de nuestro país, y de revalorar el trabajo cultural de los provincianos, considero que este homenaje es uno de los más importantes que se le han hecho al poeta Javier Dávila Durand. Mi gratitud por eso a la Casa de la Literatura Peruana.

¿Has pensado publicar la obra antológica de tu padre?

Está entre mis propósitos. En todos los libros que ha publicado él fue su propio editor. Publicar una antología del poeta sería, además de una obligación personal, un hermoso homenaje.

CRÓNICA SOBRE LAS MUERTES DE PUCALLPA

El desfile

Yo estuve con el pueblo que llegó hasta la plaza.

Lo encontré primero por la carretera.

Iba jubiloso a celebrar conquistas logradas

en luchas más difíciles que el hambre.

Nos miramos de reojo como se miran los que van

a terminar enamorados. Yo tenía otra misión.

Tambores y pífanos levantaban vientos

y una mañana de luz blanca.

Todo era propicio para cantar.

Y cantaban. Las mujeres giraban coquetas

alrededor de padres y hermanos,

de amigos y compañeros

y alrededor de su familia colectiva.

Los niños remedaban salerosos a los mayores.

Estábamos seguros que la fiesta sería de primera.

La bandera peruana tenía alas.

La llevaban orgullosos los dirigentes. La llevaban

cantando. El pueblo estaba armado de alegría.

La fecha

El 9 de febrero no será más un día cualquiera.

Tiene que ser rojo en el calendario como la sangre

que la grabó el año abrupto de 1989.

Febrero es un mes aciago en todas partes.

Los ríos de mi Amazonía se desbordan en febrero

y casi siempre la tragedia empieza el día 9.

En febrero un mar de agua sepulta el horizonte,

los aireados pueblos, frutales y riberas

labradas, el tenaz caserío, los platanales felices.

Febrero es un mes que hace trizas la vida.

Pero los campesinos de Ucayali no tienen tiempo

de creer en fatalidades.

Por eso se organizaron para febrero.

Querían desfilar en la ciudad de Pucallpa,

realizar en la plaza de armas el festejo

y bailar hasta caerse de cansancio.

Por eso ardíamos de contentos, como el sol,

y así nos olvidamos de que se debe desconfiar

de los que ofrecen mucho, de los que prometen todo,

y otra vez aprendimos que al pobre

siempre le dura poco la alegría.

La batalla

La policía airada interrumpió la marcha pacífica.

Intentó quitarnos la bandera. Con disparos a diestra

y siniestra quitarnos el coraje

y el derecho de pasear por las calles.

Nos prohibió dar un paso más. Y era difícil

para quienes estábamos acostumbrados a tallar en el monte,

a seguir adelante de sol a sol, a trazar como baqueanos

caminos forestales y a cruzar ríos atravesando selvas.

Había un camión volteado y sangre familiar

en la avenida, gente de un lado a otro,

policías asustados, humo de bombas.

En medio de la confusión fue necesario organizarse.

Emigdio Córdova (que nadie olvide este nombre calificado

por el pueblo) agitaba la bandera y ordenaba

sudoroso: «a la plaza, todos a la plaza».

Y a la plaza nos fuimos presurosos esquivando guardias,

pelotones armados, vehículos blindados, fuego

graneado. La plaza de armas de Pucallpa se veía

hermosa y soleada. Su imagen cósmica fue violada

por los campesinos que la tomaron como sitio

para defenderse, para alzar los puños victoriosos.

El inmolado

Emigdio Córdova quiso izar la bandera peruana.

Pero Emigdio Córdova no sabía que a nuestra bandera

no la pueden izar los campesinos ni la gente del pueblo.

Emigdio Córdova, por ejemplo, no sabía que aquello era

patrimonio de militares y autoridades civiles

encumbradas. Emigdio Córdova, nuestro hermano

de todos los fragores, no sabía que la bandera peruana

se iza a las diez de la mañana con veintiún cañonazos.

Emigdio Córdova no sabía que a nuestra bandera gloriosa

la iza generalmente un oficial condecorado

y al atardecer la baja un soldadito inocente.

Por eso, por pretender izar nuestra bandera,

a Emigdio Córdova le contaron veintiún

balazos en su cuerpo.

Los caídos

Emigdio Córdova (que su nombre crezca más alto

que un mástil) fue el primer abatido por las metralletas.

Después cayeron Edwin Soria, Armando y Clayton

Romaina. Juan Huasnato y Luis Palomino. A bayonetazos

ultimaron a dos hombres más del río:

Juan Guzmán y Gildardo Jacsapalla.

En camiones verdes llevaron los cadáveres de otros

compañeros, fresca aún la sangre, fresca todavía.

Ahí tienen que estar nuestros dieciocho desaparecidos:

Juan Sajamí, Anatolio Vidal, Agustín Ríos, Vicente

Navarro, Róger Dahua, Róger Rodríguez, María Tihuay,

William Juárez, Gaspar Jipa, Guillermo Ipushima,

Genoveva Dávila que peleaba la vida desde mis antepasados,

José Sangama, Jorge Pacaya, Eriberto Fernández,

Elvira Ojanama, que me enumeró una noche

sus diecisiete años, Santos Panduro, Agustín García

y Manuel Pacaya. A Humberto Ahuanari nadie sabe

por qué le tuvieron que amputar la pierna.

Emigdio Córdova ya había escrito con sangre

indeleble sobre el piso: “¡nunca nos acabarán!”

La consigna

Ahora a establecerlo para siempre en las paredes:

¡nunca nos acabarán!

A escribirlo claramente en pancartas y volantes:

¡nunca nos acabarán!

A gritarlo en tierra y mar, en ciudades y montes:

¡nunca nos acabarán!

A grabarlo si fuese necesario en el firmamento:

¡nunca nos acabarán!

El juramento

Emigdio Córdova, ¿juras estar nuevamente

preparado para morir?

– ¡Sí, juro!

– Edwin Soria

– ¡Sí, juro!

– Armando Romaina

– ¡Sí, juro!

– Luis Palomino

– ¡Sí, juro!

– ¡Juro!

– ¡Juro!

– ¡Juro!

– Gildardo Jacsapalla

– ¡Sí, y en pie de lucha para siempre!

– Entonces la patria se ha salvado.

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