La polémica Haya – Mareátegui,   que nunca se sometió a las luces de la televisión y al papel de un moderador, gobernó durante muchos  años la vida política peruana. Sus ecos todavía perduran en algunos sectores. Ambos no estuvieron en los umbrales del poder para debatir,  ni disputaron votos mientras esgrimían sus razones. Era un debate que desbordaba el pequeño protagonismo de las  candidaturas.  Ambos tenían un alto nivel intelectual. No se puede decir lo  mismo de los polemistas de estos tiempos que ansían, más que nada, el sillón presidencial. El consenso entre los analistas y los otros es que el debate de anoche, entre el comandante Ollanta Humala y la señora Keiko Fujimori,   tendría una influencia decisiva en el resultado final.

Es posible.  Para nosotros,  el esperado  debate,  que fue más de lo  mismo como no podía ser de otra manera, que describió verbalmente la polarización de las opciones, que no descartó el ataque urticante, podría sumar pero no tanto, podría incrementar pero no mucho. Se dio demasiada importancia a ese simple pugilismo hablado.  Porque la sociedad peruana no está acostumbrada al intercambio de ideas, a contrastar las opiniones ajenas. Los debates pueden suelen acabar en monólogos cruzados. El peruano ansía imponer  su propio recetario. De ahí a la intolerancia, a la arbitrariedad, al verticalismo,  no hay más que un paso.  Después del debate queda poco tiempo para los candidatos.

En los días que faltan para el día central de las elecciones el señor Ollanta Huamala y la señora Keijo Fujimori  deberían olvidarse de ese encuentro y seguir buscando más votos.  Deberían olvidarse de escuchar a sus partidarios que parecen delirar ante una supuesta ganancia en el debate en el hotel Marriot.  El verdadero debate no será un intercambio de palabras. Será el cinco de junio y en las urnas.