Cuando pisé por primera vez estas tierras de la península, hace más de diez años, escuchaba a los ciudadanos y ciudadanas de a pie decir, con mucho orgullo, que la sanidad pública que tenían era una de las mejores del mundo (me cuesta poner eso de los mejores del mundo porque me sabe a un grandilocuente tufo brasileño). A pesar de sus problemas, quien no los tiene, era una sanidad que respondía a las necesidades ciudadanas. Pero desde el inicio de la privatización de los servicios hecha por el partido conservador (en aspectos de gestión administrativa y sanitaria) la situación ha ido a peor, algunos políticos golfos, de mira estrecha y de poca sensibilidad alegaban que la crisis se los debía a los inmigrantes porque éstos se aprovechaban del sistema sanitario. Sobre este colectivo de alta vulnerabilidad recaían las culpas. En la actualidad, miles de quejas ciudadanas y perciben que el Estado les ha dado la espalda. Que le importa un pepino o pimiento el sufrimiento ajeno. Pero al mismo tiempo esta insensibilidad (por cuestiones de dogma) ha sido la cruz y tumba de las propuestas privatizadoras – la movilización ciudadana ha logrado detener procesos privatizadores ya en marcha. Me pregunto ¿por qué privatizar servicios públicos que funcionaban bien? Nadie lo entiende. Por eso la privatización de los servicios públicos así planteada es un cuento chino. Como en Perú el proceso privatizador en la educación superior hay tanta oferta privada que la educación que se imparten en ellas es de dudosa calidad, se percibe mucha improvisación y solo se abren para ganar dinero. Cuando escuchas por este lado de Europa del sur que en las urgencias de los hospitales los pacientes son atendidos en los pasillos, que el servicio está saturado y que los enfermeros han acudido a la administración de justicia para señalar esta saturación pides a los dioses del monte no caer enfermo. Existe la alta posibilidad de entrar sano y salir enfermo. Es así que las prestaciones de salud en este contexto se han convertido en un cuento de terror y de horror por las operaciones aritméticas del Estado y sus amigos (se preguntan cínicamente si hay utilidades) provocan un miedo cojonudo. Este es el panorama del desguace privatizador.