Pedro Lemebel
Pedro Lemebel

Aquel 5 de agosto del 2008, Pedro Lemebel se encontró con veinte personas que fueron a verlo en vivo en el auditorio de El Dorado Hotel, en una de las actividades de la V Semana del Libro de Iquitos, que organizábamos con Tierra Nueva Editores.

Había conocido a Lemebel una semana atrás. Era un tipo encantador, llena de anécdotas y sentencias, casi todas ellas dichas con la más amplia sonrisa, así fuesen duras o severas. Recuerdo haberlo visto siempre bromeando, contando historias y recordando sus anteriores viajes a Perú. Recuerdo que tenía muchas ganas de conocer el río Amazonas.

Lemebel llegaba de una apoteósica y accidentada presentación en la Feria Internacional del Libro de Lima de ese año. Cronista y artista visual,  a quien Roberto Bolaño lo había considerado el mejor escritor de su generación, ya en esos tiempos gozaba de cierta fama como cronista, dotado de una capacidad superlativa para provocar, estimular intelectual y sensorialmente, para enternecerte o indignarte o ambas cosas, al mismo tiempo.

Aquella vez, en Iquitos, enfundado en un suave pañuelo y lentecillos de marco redondo, parecía un señor respetable (o señora, como le gustaba decir) beatífico, casi imperturbable. Pero era solo el aire, la apariencia. Ahí, mirando a todos con maternal cuidado, estaba uno de los más osados y talentosos francotiradores literarios. En aquella oportunidad lo acompañaba el cronista y periodista peruano David Hidalgo.

La presentación de Lemebel no solo giró alrededor del nuevo periodismo narrativo. Conocido militante de las causas de minorías sexuales y derechos humanos, lo expresaba en cada párrafo de sus libros que leía, entre ellos  La esquina es mi corazón; Loco afán, crónicas de sidario; Tengo miedo, torero o Adiós mariquita linda. Hubo un momento en que varios enmudecieron, se emocionaron, carraspearon intensamente, se les secó súbitamente la garganta, se enjugaron disimuladamente algunas lagrimas cuando Pedro recitó su Manifiesto (Hablo por mi diferencia):

A usted le doy este mensaje

Y no es por mí

Yo estoy viejo

Y su utopía es para las generaciones futuras

Hay tantos niños que van a nacer

Con una alíta rota

Y yo quiero que vuelen compañero

Que su revolución

Les dé un pedazo de cielo rojo

Para que puedan volar.

Aquellas veinte personas que estuvieron ese mediodía en ese hotel de Iquitos no necesitaban más.  Habían sido avasallados por el huracán Lemebel. Un torbellino de ideas, de voces, de sentimientos que se expresaban en cada uno de sus textos.  Un escritor, un activista, un provocador.  Mientras leía, el tranquilo señor se iba convirtiendo en una fuerza de la naturaleza. Después de escuchar leer a Lemebel, uno quedaba hecho trapo.

Lo mejor de aquella visita fue la post conferencia. Un viaje en deslizador a conocer la Isla de los Monos y, evidentemente, un periplo por Belén. Allí,  un flechazo, una constatación y un testimonio de David Hidalgo:

Era casi el mediodía en Iquitos. Lemebel quería conocer todo, devorarlo todo con los ojos y el espíritu. Alguien sugirió que debía conocer Belén, el barrio donde no nació el Mesías. Llegamos caminando. En cierto momento se detuvo a ver las cabañas de maderas oscurecidas por el exceso de lluvia. «Parece Saigón», me dijo. Y sonrió con la felicidad de quien llega a una tierra llena de vida.

Semanas después, Lemebel escribió una intensa e impactante crónica, titulada “Morir de amor en el Amazonas” (vaya título), que escribió Lemebel muy poco después de aquel viaje. Aquel texto (incluído en el libro Háblame de amores)  es una joya, del cual extraigo algunos fragmentos:

Pasan un tiempo aquí y después las regresan a la selva, agregó muy serio, indicándome que pasáramos a un espacio más grande donde la mujer del cuidador pelaba plátanos verdes y se los tiraba a unos monos araña atados del cuello. ¿Por qué están amarrados? Son nuevos, recién los trajeron, contestó la mujer sin interrumpir su labor. Me senté junto a los simios y la mujer me advirtió que tuviera cuidado. Pero ellos se acurrucaron abrazándome con depresiva ternura. Parece Mama mona, dijo el cuidador burlándose. Él es un escritor, tenga más respeto, lo reprendió Mario David arrugando el seño. No se preocupe, tiene razón, alguna vez fui mona, y aunque me vista de seda… Ahí todos se relajaron riendo y la mujer nos sirvió un jugo por el calor que arreciaba cuando volvimos al bote, mientras el monito gritón nos insultaba en su agudo dialecto.

Ya era media mañana cuando regresamos a Iquitos navegando por el Nanay. Mario David estaba callado, serio, con la mirada sumergida en el agua oscura. ¿Quiere conocer donde vivo? Me voy ahora, hace tanto calor, y quisiera volver al hotel, le contesté ensopado. Pero es aquí no más, en Belén. Mire, es allá donde se ven esos techos de paja. La embarcación se internó por un brazo de río. Era el Itaya, y en su ribera se levantaba una aglomeración de palaftos y casas flotantes donde los pobladores hacían su vida a la vista de las canoas que iban y venían con su comercio ambulante. Sin luz eléctrica, ni agua, ni alcantarillado, era trágica y gloriosa la belleza podrida de Belén, a la deriva de su florida reproducción. Al ver los niños semidesnudos pataleando en el lodazal, recordé el Zanjón de la Aguada de mi infancia. Yo nací en un lugar como este, dije al pasar.

Pedro Lemebel ha muerto (y se convirtió  en fugaz trending topic mundial de madrugada, motivo de luto en cierto sector cultural de Chile y, cómo no, en la literatura latinoamericana). Yo no puedo, en cambio, dejar de pensar en ese viaje, fugaz, del cual sale un texto tan entrañable como desgarrador.

Lemebel será recordado como un autor en el más integral sentido del término.  La literatura de Lemebel arde hoy más que nunca, no solo por sus reflexiones de coyuntura. Arde, fundamentalmente, porque es imposible no encontrar humanidad en cada uno de sus rincones.

Con Lemebel muere una tradición literaria y periodística, una sensibilidad para concebir el oficio como algo de piel, de intensidad, de urgencias. Nada más alejado del cliché y del estereotipo del escritor como un burgués aburrido y snob,  que necesita alejarse de todo que este ser panfletario, libérrimo, que se vestía como quería, que se enfrentaba a la dictadura de Pinochet como a las hipocresías de una izquierda homofóbica. La literatura de Lemebelse nutría de la calle, de las estrecheces, de las miserias físicas y emocionales, del rencor, de la rabia, de la lucha constante. Era una auténtica e inigualable Yegua del Apocalipsis. La mejor, sin duda.

Donde quiera que ahora estés Pedro, pásala muy bien.

 

1 COMENTARIO

  1. Ciertamente el escritor queria conocer en directo la miseria humana de Belen. Este barrio no es orgullo de los Iquitenos, es una verguenza. Por que sentir orgullo de ver ninos desnutridos, jovenes drogadictos, ancianos miserablemente olvidados, calles con basureos abiertos sin agua y desague. Traslademos Belen a una zona no inundable y evitemos que los sigan viendo como leprosos.

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