El discurso del modelo

Moisés Panduro Coral

En verdad el discurso del presidente Humala estuvo flojo, desordenado y aburrido, pero algunos lo justifican diciendo que no es un orador consumado. Es cierto, en temas de oratoria, de estructuración de un  discurso, de secuencialidad de ideas, de cadencia vocal y de remate para el aplauso, nuestro mandatario, -dicho con el debido respeto a su alta investidura-, es algo así como un moroco recién cogido en una leva. Ya lo habíamos visto en su debate con la señora Keiko Fujimori -que como oradora tampoco es una versión femenina de Demóstenes, el famoso orador griego- en donde el candidato con la mayor preferencia ciudadana sólo atinó a leer marcialmente lo que le habían preparado sus asesores.

Otros argumentan que el discurso fue desarticulado por que no hubo tiempo de diseñar el esquema discursivo y de revisar las cifras, los párrafos, los puntos de inflexión, los énfasis, puesto que unos días antes del 28 de julio, se cambiaron los ministros encargados de proveer información básica para dicho propósito. Puede ser, pero no hay que olvidar que los mejores discursos son los que se improvisan, los que no se leen, lo que salen de la profundidad de una convicción que uno lleva en el alma, o cómo dicen los maestros de la oratoria, los que se pronuncian con el estómago (abdomen) y no con la garganta.

Sin embargo, en un discurso presidencial más allá de la forma, el asunto central es el fondo, el contenido de lo que se quiere y se debe transmitir a la nación. Para mí, el presidente Humala hace un esfuerzo inútil tratando de vender la írrita idea de que él está sentando las bases de una “gran transformación”, un “cambio”, como si ésta fuera una simple cuestión discursiva, la expedición de un decreto o la altura de los titulares que le brinda su prensa aliada. La “gran transformación”, interpretando al creador de la frase que es Haya de la Torre, es la implementación progresiva, sostenida, creciente, disciplinada e integrada de políticas de Estado traducidas en metas medibles en términos de cantidad y calidad que se deben obtener en plazos determinados y que están orientadas a lograr un cambio social. Esforzado, como estoy, en realizar pedagogía política, voy a tener que repetir esta definición para que la demagogia no siga haciendo su agosto en cada campaña electoral.

“Cambios” en el país han habido muchos a lo largo de la historia. Y en la función de gobierno han sido de todos los colores: de izquierda, de derecha. De diverso origen: dictaduras, democracias. De varias escuelas: estatismo, liberalismo. Cada uno de los representantes de esos “cambios” creía tener un destino mesiánico, se computaba el elegido, el salvador, el redentor de la nación. Lo único que esa falsa creencia nos ha heredado es más atraso, retracción, pobreza. Si uno se pregunta por qué razón la pobreza en el Perú se ha mantenido alrededor del 50% de la población hasta el año 2005 encuentra su respuesta en esta perspectiva equivocada de lo que significa construir una nación.

Sin embargo, en los últimos años los peruanos hemos ido gestando y afirmando un modelo en la medida en que hemos ido entendiendo que el crecimiento económico no es incompatible con la justicia social. Los incrementos del valor del PBI, los superávits en la balanza comercial, las alianzas estratégicas para conquistar mercados, el paulatino peso ponderado del consumo nacional; y la atracción de la inversión privada, especialmente aquella ligada a cerrar el déficit en infraestructura económica, a ponderar la innovación tecnológica y a acelerar la transformación industrial; son absolutamente compatibles con la reducción de la pobreza y la desnutrición crónica infantil, con la generación de empleo digno y estable, con la seguridad ciudadana (una sociedad más justa tiene menos delincuencia), con una educación de primera, emprendedora y creativa; y con el acceso universal a la salud y a la seguridad social.

Éste modelo, al que de hecho hay que hacerle ajustes en el trayecto, mejorarlo y continuarlo y, al que el experimentado analista internacional Andrés Oppenheimer le ha denominado el “modelo peruano” se le pueden enrostrar errores propios y ajenos, omisiones voluntarias e involuntarias, excesos de mayor o menor grado, pero es un modelo que no sólo tiene un esquema que ha demostrado su eficacia en los resultados obtenidos en cinco años, sino que tiene un norte, una utopía cincelada en el horizonte: “Yo he querido que el Perú sea el país piloto de una América Latina, democrática, unida, justiciera, culta y libre por obra de sus hijos”, decía Haya de la Torre. Ésa es nuestra utopía.

Creo que el presidente Humala ya ha entendido el “modelo peruano” porque el modelo habla el discurso de la mayoría del pueblo. El problema del comandante es que se niega a reconocerlo explícitamente, y por ello, su discurso es incongruente. En la forma y en el fondo.