Hace unos años hice un viaje a Tánger con el propósito de recopilar información sobre los sefarditas, los  judíos españoles que vivían en esa parte de África. Nos recibió un viento fuerte con sabor a arena desde el aeropuerto. Me recordaba mi infancia en el mar de Pisco. La diáspora sefardí no sólo fue a Marruecos también involucró otros países como Turquía, Argelia, Túnez – en Túnez capital encontré parte de esa huella judía cerca del zoco. A igual cuando garbeaba por las calles de Estambul al visitar un museo sefardita. Muchos de los expulsos fueron a Portugal, Holanda – recordemos que el silente filósofo Baruj Spinoza descendía de madre española. Otros tantos llegaron a Inglaterra. Al lugar que voy trato de seguir esa huella, F ya lo sabe. Por ejemplo, en la ciudad de Cáceres quedan trozos de viejas aljamas. En Cagliari en sumergí en las calles donde quedaba una judería. El bicho de esa búsqueda de rastros fue un documental en la que participó Samuel Weissemberger, quien generosamente me la dio en una de las visitas a Iquitos. La palabra sefardita viene de Sefarad como la denominaban a España hasta la expulsión en 1492- la palabra aparece en la Biblia. De la estancia sefardita en Tánger en verdad queda muy poco. El motivo del viaje era, en parte, devolver la visita a un grupo de sefarditas que se instaló en Iquitos en la época del caucho. Leía hace unos días el libro “Los sefardíes: Historia, lengua, cultura” de Paloma Díaz- Más donde cita que en el período de la goma estaban afincados alrededor de trescientas personas en Iquitos o literariamente la denomino como Isla Grande. Hay muchas huellas de ellos en la ciudad. Una de las más emblemáticas es el cementerio judío en Iquitos. En Tánger también acudí al cementerio judío. Lo hice con mucho regocijo y gran tensión contrapuntística. En flash back se me venían imágenes de los dos cementerios. Las tumbas en Tánger miraban hacia el mar (¿con dirección a Sefarad?) y algunas tenían una piedra encima de ellas que tiene gran simbolismo. Muchos de los apellidos que leía en las lápidas tenían resonancias amazónicas. Era un encuentro con el tiempo, con las voces de la historia de personas anónimas. De los quejidos y alegrías.  Era el encuentro de un largo viaje de la cual muchos no retornaron. Un viaje que salió del Océano Atlántico hasta sumergirse en el mar verde de la floresta.

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