El festejo del dorado Día del Pollo a la Brasa se desquició por otros senderos, lejos de la simple ceremonia gastronómica. Antes y después de esa celebración avícola, por ejemplo, bandas dedicadas al rubro de las concurridas pollerías en vez de dedicarse a criar esas aves de buen agüero en galpones, ejecutaron sendos asaltos a mano armada. En esas plumíferas incursiones fueron tan brutales que no respetaron ni la sagrada hora de la alimentación ajena. Era un espectáculo terrible ver como tantos comensales de ambos sexos se quedaron a medio comer, sin sus rebosantes platos y con los tenedores picando en el vacío, los cuchillos cortando en el aire, pues los forajidos actuaron con tanta rapidez que parecían invisibles.

En la avícola ciudad de Iquitos, lugar donde el pollo a la brasa era una industria del futuro remoto debido a que los pollitos regalados por el candidato Jorge Monasí todavía estaban tiernos y, además, se ignoraba si iban a vivir, la nueva fiesta nacional era normal. El que menos devoraba su octavo de pollo con verdadero apetito y con el reconocido espíritu celebrante, cuando sucedió algo verdaderamente insólito. Era una denuncia de un excesivo consumidor de ese crocante potaje que sostenía que esos pedazos de carne no eran de pollo, sino de gato.

En el Tribunal de la Corte Interamericana de Costa Rica se encuentra actualmente el caso, pues en el Perú ninguna instancia jurisprudente puedo dar un certero veredicto. Entre el asador y el cliente se entabló un juicio histórico donde ambos antagonistas agotaron todas las posibilidades permitidas y no permitidas por la legislación vigente y derogada. Mientras se espera el fallo, este cronista sostiene, con conocimiento de causa, con pruebas contundentes que el potaje de la controversia no era ni de pollo ni de gato. Era ambos a la vez, pues se trataba de carne de gato que había comido uno de los pollitos regalados por el candidato del símbolo pollero.