ESCRIBE: Jaime A. Vásquez Valcárcel

Cuando ya estábamos en la primera ola he llegado a la locura de transmitir en doble horario los siete días de la semana. Cinco horas diarias, incluso. Hasta que madre, hermana, esposa, hijos y espíritu santo me convencieron para bajar el ritmo. Y bajamos el ritmo y evitamos la arritmia.

Cuando ya estábamos en la primera ola me he comprado el pleito de la protesta de los paisanos que deseaban regresar a la tierra. De los que estaban en la tierra por circunstancias de la vida y querían volver con los suyos. He llegado a tener 1329 -sí, ahí están los registros- mensajes al WhatsApp pidiendo apoyo para lograr el propósito. Me he ganado -como siempre ha sido mi vida- la simpatía de unos y las antipatías de otros. Como debe ser, además. Porque eso de contentar a todos, no pues.

Entre ola y ola me he dado dos saltos a la tierra iquiteña. Una para trabajar día y noche con Chema Salcedo en un proyecto audiovisual sobre el Bicentenario. Otra para asistir, a mi manera, al matrimonio de una mujer que ha ordenado parte de mi vida y a la que -los Vásquez Morales- deberemos hasta la eternidad los deberes que cumple para con nosotros. Verla brillante y espléndida a Patricia Morales Rengifo el día de su boda ha sido un oasis de felicidad del que aún no me repongo. Conversar -navegar en el río Nanay- durante cuatro días seguidos con Chema, ya sea en el motocarro, ya sea en “El cauchero”, ya sea en “El bistro” o en “La riojanita”, ha sido un lujo que ojalá se repita en otras ciudades amazónicas.

Cuando se anunciaba la segunda ola he tenido la pertinencia de apagar el ordenador y el móvil para evitar la andanada de mensajes anunciando muertes que en otras circunstancias seguro me conducían a la enajenación. Esta segunda ola se está prolongando más de lo pensado, pero saldremos de ésta con el dolor de saber que familias han perdido a más de un integrante.

Cuando aún no salimos de la segunda ola ya nos hablan de una tercera. Y vendrá la tercera, seguramente. Con la variante brashica o inglesa, pero vendrá y nos encontrará desprotegidos y desprovistos de oxígeno, camas UCI y todo lo demás. Ojalá que hayamos aprendido la lección. Ojalá, digo. Porque cuando terminó la primera todos decían que lo peor había pasado hasta que llegamos a los 26 muertos diarios y comenzamos a desesperarnos.

¿Cuál ha sido mi fortaleza? Mi familia y mi profesión. Seguramente como la de muchos. Me he reinventado. Profesional y familiarmente. Como si fuera junio de 1990, he aprendido -a punto de tutoriales- ha transmitir en OBS, a poner créditos y videos a las transmisiones on line, he aprendido a usar de mejor forma los verbos y sustantivos y a ratificar mi devoción por los adjetivos. Como si fuera julio de 1998 he releído en pareja los cuentos de Julio Ramón, he renunciado a seguir con el propósito de entender a Hemingway, he descubierto a John Le Carré, me he soplado media docena de capítulos diarios de series históricas de Netflix. Como si estuviera en enero de 1985 me he reencontrado -virtual y realmente- con amigos de la época colegial, universitaria y vagabundeada, he dado rienda suelta a los proyectos personales que dormían el sueño de los injusto, he recibido llamadas telefónicas de personas que las creía lejos, pero están pendientes de lo que pasa a mi alrededor.

Como la vida no es ni negra ni blanca sino llena de matices. He derramado lágrimas al lado de Mónica por los tíos que se nos fueron, pero he reído sinfónicamente con las añoranzas de sus tías, he mojado mis mejillas junto con las de mamá Julia por el tío que el covid se llevó, pero he reído a mandíbula suelta por las ocurrencias de esa mujer de 82 años que me trajo al mundo y todavía se da tiempo para brindar con una copa de vino y juntos hemos recordado cómo vinimos a este mundo. He llorado por la madre de un amigo que el covid se llevó y he provocado risotadas de autoayuda con ese mismo amigo dándole gracias a la vida, por tenernos con vida y hemos llegado al convencimiento que a pesar de la ausencia materna, la vida continúa aunque no siga igual. He llorado al escuchar el llanto prolongado de un amigo por la hermana que murió y, sin embargo, me llené de fortaleza sabiendo que los que dejaron de respirar simplemente se adelantaron un poco y, como una consecuencia lógica, me ha vuelto la tranquilidad. Me ha invadido la nostalgia por no tener cerca a personas entrañables, pero me he dado cuenta que, poco a poco, se dibujaba la figura de ellas y veía a mi hermana Naty feliz con sus nietos, a la tía Julia con su nieto, a Martha Correa y su nieta y en esos niños he visto desde mi mente que somos aves de paso que vamos a dar el paso a ellos, pues. Mientras escribo éstas líneas y la tenue música de Bosé -Amigo, Te amaré, Hermano mío- me acompaña me ha saltado una pregunta.  

¿Saben cuál es la conclusión de estos 365 días? Amo mi profesión y con ella a toda la familia. Entendiendo por familia a los que la sangre nos une y la amistad nos manda. Podrá decirse que hubo días peores y mejores. Sería lo simple. 365 días después de esa declaratoria de emergencia que nos cogió en Arequipa -al borde de la desesperación- hay que dar gracias a ese Ser Superior. Al desorden y ambiente funerario que aún persiste en muchos hogares se está dando paso a la reafirmación de la vida. Vivimos para contarla. Además, es verdad que el virus cambió nuestra forma de vida, pero no tiene porqué cambiar nuestras convicciones y creencias. Seguiremos siendo los mismos, seguramente, sólo que con experiencias aceleradas por el tiempo. Ya vendrán mejores tiempos.