ESCRIBE: Jaime A. Vásquez Valcárcel
Al día siguiente del entierro de ese hombre inolvidable llamado Ferdinand Jarama, uno de sus hijos -creo que fue Gary Alan, el más formalito de todos, después de Troy Ferdi- agradeció a Karla, una nuera, madre, hija y esposa ejemplar, por todas las atenciones que había prodigado a los asistentes al velorio, cortejo fúnebre y entierro. Sentado a pocos metros llegué a escuchar a Karla: “Es que tenemos que acompañarlos en su dolor”. Desde aquella vez esa frase me vuelve a la memoria cada vez que siento dolor. Cualquier tipo de dolor, sobretodo esos del alma que nunca encuentran calma.
Hace algunos días, Mónica, que tiene similares características que Karla, compungida por el dolor de saberla enferma a su madre e intranquila por no saber si tomar el primer vuelo para estar junto a la autora de sus días, me soltó una pregunta que la esperaba porque ya sabía la respuesta: “Si voy a Iquitos y mi madre fallece vas a viajar para estar conmigo?”. Con la firmeza de una frase ya pensada le respondí: Tengo que acompañarte en tu dolor. Ese dolor del alma que provoca la muerte de una madre o un padre.
Adela Rengifo Peña es mi suegra. Ha fallecido un martes, antes de la siesta. Ha provocado mucho dolor, a pesar que ese descenlace estaba anunciado. Una vez terminado el obituario me he dado la tarea de buscar una foto suya en el inmenso archivo fotográfico que llevo incodificado. Ahí, entre clic y clic, he caído en la cuenta que no se dejaba retratar. Ni en las reuniones familiares aparece continuamente. Y en las que deja ver su figura la noto siempre con el rostro apesadumbrado. Dibuja una sonrisa inconclusa, como si solo se riera para complacer a la platea. Es más, siempre su hija la conminaba para tomarse fotos. Pocas semanas antes de fallecer he llevado una charla breve con ella a manera de despedida. Ya estaba con los estragos de algún problema cerebral. Has sido una buena suegra, le dije. ¿Sí, yerno?, me preguntó y reconfirmé con una sonrisa triste, similar a la que ella ponía en los retratos. Luego, agregué, “he sido tu mejor yerno, siempre”. Todo eso en broma porque más allá de buenos y malos que somos creo que hay una frase que grafica lo bien que me llevé con si suegra: “Ni tan lejos que queme, ni tan cerca que enfríe”. Siempre fue mi suegra. La madre de mi esposa. La abuela de mis hijos, nunca la segunda madre de sus nietos. Así me despedí de ella racionalmente aquella tarde en la que junto a sus hijas Harley y Mónica la llevamos a tomarse una tomografía y la tuvieron que operar de emergencia. Me despedí de ella sentimentalmengte cuando su hija Paty me puso en videollamada y ví su rostro postoperatorio. Me despedí de ella cuando su hijo Bruno la paseó un domingo por Iquitos y contactaron con la familia que radica en Lima. Pero ya después de esa charla en el laboratorio rehúse visitarla. Porque de un tiempo a esta parte me he empeñado en llenar mi memoria de imágenes tranquilas de los seres que quiero y estimo. Las quiero radiantes, llenas de vida. No creo en la muerte a secas. Los seres queridos nunca mueren. Provocan dolor en la vida y con la muerte.
Escribo éstas líneas para quienes la conocieron y desconocieron. Pero, fundamentalmente, escribo para que sus nietos la tengan en la mente como una mujer que los cuidó quizás más que a sus propias hijas. Ellos la recordarán como una abuela. Deben recordarla así. Más que llorarla hay que recordarla así.
He tratado de recordar la primera imagen de ella en mi vida. Y no doy con exactitud. Sí recuerdo los diálogos que sosteníamos. Ella con su parquedad soportando de buena manera las indirectas y frases con significados subterráneos que pronunciaba su yerno. Siempre atenta a gestionar los trámites más engorrosos de la burocracia, a la que ella siempre perteneció con intervalos propios de los ajetreos políticos en los municipios y entidades públicas. Siempre dispuesta a tomar un motocarro hacia cualquier parte para agilizar trámites que se detenían en las gabetas.
Hoy que ha dejado de respirar sabemos que ya descansa y, cada uno de sus hermanos, hijos y nietos la recordaremos de la mejor manera posible.
Cuando Mónica ante la llegada de nuestros amigos Víctor Isla y Anita Solórzano al velatorio, luego de cruzar los Andes, soltó “en las buenas y en las malas amiga”, esa frase me volvió a otra “Tenemos que acompañarlos en el dolor”. Qué bueno es tener en la vida seres que nos acompañan en el dolor. No lo evitan, lo hacen más llevadero. Y nos llevan a poner las cosas y personas en su lugar. Es decir, la esposa, la suegra, los amigos, los familiares. Todos en su lugar.