Por Miguel Donayre Pinedo
En el paisaje urbano de Lima o de Isla Grande lo que predomina es la zambra, la bulla. Tenemos los oídos agujereados de ese veneno silencioso que recorre el aire. Lo que resulta insoportable son las bocinas de los taxis (en Chiclayo tienen la misma manía de tocar sin saber porque), de los motocarros. Esa bulla seguro que ha reventado los tímpanos de las autoridades porque no hacen nada por remediarlo, hay una incuria negligente y pasmosa de estos gerifaltes que andan como sino ocurriera nada. El decorado urbano sin bulla puede hacernos colegir que serían ciudades muertas. Donde no crecería el pasto. Ni hablar del respeto a las líneas peatonales, nadie las hace caso. Están pintadas y no tienen ningún valor para los y las conductoras. Esa obviedad a estas líneas peatonales es transversal socialmente, me explico, involucra a todas las clases sociales. En ese arco del rico al pobre nadie las acata. Hay una actitud ácrata frente a la ley, a la convivencia social. Esta situación da paso al pendejo, al Pepe el vivo, al tinterillo. Es el ecosistema perfecto para esas alimañas. Hago lo que me viene en gana, es el leitmotiv [observen a las autoridades de Isla Grande, todos se van de viaje y pachanga] ¿será así este capitalismo periférico que tanto se enorgullece Perú? Me da un poco de temor porque apone en peligro la vida social, no sólo debería ser el ceviche o el ají de gallina de que enorgullecernos.