A ver, a ver. A los que se entusiasman porque creen que en el país existe un nuevo amanecer. Que la población en las urnas mostró por primera vez su desprecio a los políticos sin clase y a toda clase de política. A los que se sonríen porque se ha elegido a desconocidos para un Parlamento que no cambiará en nada. A los que aún no pierden la esperanza de un futuro mejor donde la gente no sea maltratada en EsSalud, donde los usuarios no padezcamos los cortes de energía, donde el agua llegue por lo menos la mitad de las horas del día, donde la ciudadanía sea tal no porque una autoridad así lo decrete sino porque ha sido una conquista que nadie nos lo quita. Veo el entusiasmo de quienes celebran la derrota del adversario porque no son capaces de labrar su propio éxito. A eso nos hemos reducido.
Ese mismo bolero lo escuché tantas veces. Que el pueblo en las urnas dio su merecido a un laureado escritor que se atrevió a defender a los empresarios, a los banqueros ni más ni menos. Que el pueblo eligió a un chinito que con su tractorcito captó nuestro votito y por poco no se queda hasta con nuestro potito. Que el ingeniero de “la Agraria” por fin hará la revolución del agro y como muestra de ello mostraba una yuca, que ya sabemos qué significa. Que los antisistemas de los noventa, esos que vivieron para que Alfonso Barrantes muriera, tenían sus puestos asegurados y ninguneados por su propia clase se refugiaron en las oficinas públicas hasta que el mismo que los convocó les dio una patada el culo. Que los revoltosos más contestatarios que nunca gritaban en todos los tonos que por fin habíamos derrotado a los blanquitos y no se daban cuenta que perfilaban su propia derrota.
¿Qué ha cambiado? ¿Qué hemos cambiado? Nada. Nada de nada. Da ganas de releer a José Martí. Recitar a Mario Benedetti. Recordar a Paolo Pasolini. Buscar a Vallejo. Refugiarse en los versos inmensos de Percy Vílchez. No ha cambiado nada. Seguimos siendo la sociedad de los poetas muertos. Perdón, perdón. De los que se creen poetas y no escriben ni un verso diario. No hemos cambiado nada. Porque seguimos defendiendo cobardemente la Plaza de Armas. Porque seguimos oliendo a mierda. Ah, perdón, es mejor decir estiércol porque suena más cool. No cambiará nada. Porque estamos en busca de una generación espontánea que nunca vendrá de la nada.
¿Acaso nos vamos a librar de los demagogos de siempre? ¿Acaso no necesitamos que nos digan mentiritas para votar por cualquier patita que muestra y despilfarra más platita? ¿Acaso no estamos a la espera de la boca de urna para engañarnos de los elegidos cuando minutos más tarde todo será desmentido? ¿Hemos sido secuestrados por el conteo rápido que no es otra cosa que la confirmación de una estadística que no por escondida finalmente tiene que ser conocida? ¿No vemos entre los elegidos a personas que han tenido la suerte no de llegar sino de saber hacerlo?
Ante todo este panorama, alejándome de este enero del 2020, me ubico en aquella tarde que Benjamín Saldaña Roca decidió abandonar Iquitos en los primeros años del siglo pasado. ¿Lo abandonaron sus amigos, los que compartían la misma rabia? ¿Abandonó la lucha porque sabía que la plata de los otros era mucha? ¿Qué pensaría don Benjamín si se paseara por las calles de Iquitos en este comienzo de año? ¿El periodismo representado por ese señor hizo su papel o se dejó llevar por la cobardía de abandonarlo todo? ¿Cuántos benjamínsaldaña necesitamos para no morir en el intento siquiera de vivir con los servicios básicos?