Una de las frases que arrancó aplausos y provocó carcajadas de los asistentes en la charla que sostuvieron César Hildebrandt y Jerónimo Pimentel en el Teatro Municipal de Arequipa durante el Hay Festival fue: “Borges era un ser encantador, uno lo veía y se olvidaba que había admirado a Pinochet, había consentido Videla, había autorizado a Franco y estoy seguro que se habría enamorado de Fujimori, pero era Borge pues, cómo no perdonar a Borges”.
Juan Manuel Robles, columnista del semanario “Hildebrandt en sus trece” en su última entrega ha escrito: “Yo entiendo que a cierta gente le permitamos todo. A un Premio Nobel se le deja que hable lo que le salga del forro, sin filtro, que exagere y maldiga, pues la gratitud con ellos parece eterna (ay, cómo celebramos aquella mañana con la noticia de Estocolmo, fue como ganar la Copa América). Pero cuando ese ídolo, ese artista admirado, publica cosas como las que lanza Vargas Llosa, cuando lo lees una mañana sostener que la conquista de América no fue el genocidio que fue —sino una bendición cultural contra los bárbaros, algo que nos desangró pero vamos, nos salvó del canibalismo—, la cosa cambia: puedes seguir admirando sus novelas pero, creo, deja de ser cool babear frente a él como una fan enamorada (…) El hombre dedica una columna entera a burlarse de la vestimenta de Evo Morales, un disfuerzo rancio de señorito criollo antiguo, que se complementará, años después, con el acto inverosímil de ponerse a besar la bandera española en momentos de tensión interna en Cataluña. Digo, el hombre se está volviendo un referente conservador, una caricatura andante, siempre al lado de los logos de los bancos, de las financieras, de Macri (a quien admira y de quien dijo que su sola llegada a la presidencia ya empezaba, en horas, a salvar el destino argentino).
Ante ambas posiciones uno siente que la admiración hacia la creación literaria o profesional hacia una persona no debería significar que se avale sus despropósitos. Peor aún, avalar las posiciones en las que uno nunca ha creído. Sucede siempre. Llevados por la admiración hacia el trabajo literario entregamos un “cheque en blanco” que despercude al escritor de toda crítica. Hay que ser críticos contra uno mismo. ¿Por qué no serlo contra un escritor que ha escrito obras maestras y recibido por ello los más grandes premio, pero que tiene concepciones de lo que debe ser el mundo totalmente distintas a las que uno profesa? Vale para Borges como para Mario Vargas Llosa. Mejor dicho, si a Borges le permitimos todos, con mayor o igual razón a quien escribió “La Guerra del fin del mundo”. Si pasamos por agua tibia las adhesiones del escritor argentino hacia genocidas que la historia ha comprobado lo mismo deberíamos hacer con Mario Vargas Llosa.
¿Por ser un buen escritor, novelista magistral, tendríamos que aplaudir sus posiciones políticas? ¿La maestría demostrada en la creación literaria les inmuniza para tomar posiciones discriminatorias y contrarias al avance de la sociedad? En estos días que escuchamos a Alonso Cueto, Salmad Rushdie, Juan Gabriel Vásquez, todos ellos reunidos en Arequipa al igual que Mario Vargas Llosa ha servido para ratificar la calidad literaria del Premio Nobel y comprobar que sus opinions políticas son diametralmente opuestas a esa calidad si es que tomamos como centro el ser humano. Lo dicho en la conversación con cinco jóvenes escritores y lo expresado frente a Rosa María Palacios pueden dar fe de ello. Y todo en medio de la política, periodismo y literatura, trilogía que nos apasiona.