[Escrito por: Moisés Panduro Coral].

Álvaro Vargas Llosa y Jaime Bayly fueron dos personajes mimados de la política peruana a principios de los noventa. El primero, hijo de nuestro Premio Nobel de Literatura y en esos años el líder de un conjunto de fuerzas políticas y empresariales que se opusieron con uñas y dientes a la nacionalización de la banca dictada en el primer gobierno de Alan García. El segundo, conocido como el “niño terrible” del periodismo peruano, no tanto por su cuestionamiento a la forma o a los opinantes y conductores de la política peruana, sino por su falta de escrúpulos para exponer al escarnio y a la burla hasta a su propia familia.

Desde el lado político, Alvarito y Bayly, nos pueden parecer cercanos o distantes, simpáticos o antipáticos, sin embargo, desde la perspectiva del supremo interés nacional, ambos, a mi juicio, son figuras consagradas de la antipatria, ésa chocarrera, vulgar, ramplona, que lleva en sus genes los ácidos corrosivos de la deslealtad y el acomodamiento. En diciembre del 2012, Alvarito, dijo muy suelto de lengua que la posibilidad de que el Perú obtenga un triunfo en su demanda presentada ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya para definir los límites marítimos es mínima en lo que se refiere a la delimitación marítima basada en una línea equidistante, mientras que la probabilidad de lograr una victoria en lo que concierne a la determinación de la soberanía peruana sobre el triángulo externo, era nimia, insignificante.

Pero, Alvarito se equivocó de cabo a rabo, porque la CIJ determinó que más de 21,000 km2 (55%) del área marítima en disputa pasen a dominio peruano, y, estableció explícitamente que los 28,696 km2 del triángulo externo pasen a nuestro dominio, con lo que se nos adjudicó 50,000 km2 de mar soberano. Que el hijo del Premio Nobel haya publicado, después del fallo, un artículo en el que hace mea culpa de sus deseos antiperuanos imponiéndose así mismo la penitencia de no hablar de temas políticos durante un año, no amengua en nada su actitud prochilena de la misma usanza de quienes en la guerra del Pacífico agitaban como lema: “Primero los chilenos antes que Piérola”.

Tengo la impresión certera de que, en el fondo de su ser, Alvarito deseaba fervientemente que Perú perdiera esta demanda porque el Presidente que la presentó se llama Alan García. Desde luego que su razonamiento antipatria le llevó a decir: “Primero los chilenos antes que Alan”. En este punto, es bueno referir que Alvarito es directo descendiente, por línea materna, de Belisario Llosa y Rivero, un catedrático arequipeño que en 1881 en la apertura del año académico en la Universidad de Arequipa, leyó un discurso que hablaba de la rendición incondicional, que Perú debía someterse al vencedor, una declaración derrotista que precedió a la toma de Arequipa por parte de los chilenos sin disparar un tiro.

Bayly, por su parte, en febrero del 2010, dijo que la demanda presentada por Perú era un error, pues pretendía desconocer los límites marítimos que según él se habían aceptado durante casi un siglo y que, en consecuencia, nuestro reclamo estaba destinado a terminar en una derrota. Al igual que Alvarito, sus íntimos deseos de que el Perú pierda se tradujeron en sus declaraciones que fueron levantadas por la prensa sureña, al decir que era casi seguro que la CIJ no le daría la razón al Perú y ratificaría el límite que nuestra nación estaba impugnando.

En el colmo paroxístico de su antialanismo, Bayly afirmó con toda la hombría de sus hormonas que la demanda era una bomba de tiempo que Alan García estaba dejando al siguiente gobierno, que al acudir a la Corte Internacional de Justicia de La Haya el líder aprista estaba yendo por el camino del populismo y la demagogia, considerando por ello comprensible que Chile tome la demanda como una señal de hostilidad. “Alan García es bastante torpe al enturbiar nuestras relaciones con Chile y sembrar la desconfianza entre nuestros países”, declaró en tono enérgico glandular aquella vez.

Alvarito y Bayli, ¡tanta procacidad!, merecen no sólo una penitencia de un año sin hablar, sino el baldón eterno de la antipatria en el purgatorio.