ESCRIBE: Jaime Vásquez Valcárcel
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A fuerza de parecer bibliográficamente pedante y literariamente egocéntrico debo compartir las emociones provocadas por las últimas lecturas que me mantienen en vigilia en este verano limeño donde –como la canción de Chabuca Granda- la garúa de junio moja mis mejillas. Aunque a veces, no es solo la garúa. La penúltima fue la de German Castro Caicedo, periodista colombiano que ha dedicado parte de su existencia a la investigación de la violencia existente en su patria. “Operación Pablo Escobar” se llama un de los más de veinte libros escritos y es una de sus últimas entregas. En ese libro el autor advierte que ninguna película y ningún ensayo podrá graficar el grado de violencia que desencadenó ese hombre que fue Pablo Escobar Gaviria, cuyo padre no provoca lo sentimientos que sí provocaba la madre hasta el final de sus días.

Castro Caicedo hace importante revelaciones –todas cotejadas periodísticamente- sobre la forma en que se planeó el seguimiento y posterior allanamiento con muerte de uno de los líderes del tráfico de drogas internacional. Allí aparece constantemente el policía Hugo Aguilar, quien comandó el operativo el 2 de diciembre de 1993 y quien disparó la bala que provocó la muerte y que, años después, fue acusado y apresado por sus vínculos con los paramilitares de su país. Claro, son esas contradicciones policiacas que con una constante en los grupos delincuenciales y los estamentos del Estado.

Al leer esas páginas del oriundo de Zipaquirá uno entiende la violencia colombiana y la dosis de sadismo que se instaló por la ambición desmedida (¿habrá ambición medida?) del nacido en Envigado. Pero no violencia contra sus perseguidores o contra quienes creía competencia en el mal. Nada de eso. Pues aquello de mandar matar a 42 jovencitas en tres días y tres noches solo porque una de ellas se atrevió a hablar de la orgía que protagonizó el capo en una de sus haciendas ya es patología antes que “marcación de territorio”. O aquello de entregar tres mil y cinco mil dólares a los sicarios –previa entrega del lugar y hora del asesinato- por policías eliminados de acuerdo al grado y agrupación al que pertenecían las víctimas es espeluznante. Producto de ese desenfreno solo en Medellín se perpetraban 180 muertes semanales. Imagínense. Claro, después de la lectura uno entiende más a Colombia y a los colombianos. Y, también, siente que ya no es el mismo. Pues las lecturas, entre otras cosas, tienen y tienden a provocar esas consecuencias.

Aún no termino de sobreponerme de ese shock bibliográfico colombiano cuando cae en mis manos “La distancia que nos separa” de Renato Cisneros –otro de los periodistas y escritores que hace algunos años fueron llevados por Tierra Nueva a Iquitos- que narra la relación de un hijo con su padre y que desde la primera página es un shock sentimental, vocacional y experimental. Pero eso será motivo de otra crónica aún con el riesgo de parecer pedante y egocéntrico.