La entrada del otoño ha sido de invierno por las calles de Madrid. La gente se quejaba del tiempo y el imprevisto invierno se ha encaramado estos días en nuestras vidas. Los abrigos de colores serios son los que más aparecen en el paisaje. Para mí la llegada del invierno es el pistoletazo de la fiesta literaria, de felicidad para abrir las páginas de los libros sin los agobios de los calores del estío. Es una buena estación para leer. Así con buen tiempo y una infusión de guasuya (la compramos de Quito) empecé a leer la novela “El mapa y el territorio” de Michel Houellebecq, gran novela, todavía estoy remecido de la manera de pergeñar la historia. Me parece que Houellebecq es un  gran meteorólogo de nuestro tiempo atrafagado, desnortado, de descreimiento, al menos de esta parte del mundo. Sabe pulsear las emociones en esta época de creer y no creer en contrapunto. El personaje principal es un representante de estos tiempos de cansancio, de agotamiento no sólo existencial. Con el júbilo (al abrir nuevas perspectivas narrativas) y tristeza de acabar la novela, repasaba un verso de Percy Vílchez que dice: ¿Cómo describo este paisaje tan verde / sin las hojas secas del Putumayo?, Vílchez como Houellebecq han dado en la diana. El escritor francés narrando la turbulencia de estos tiempos y Vílchez proponiendo una nueva poética y estética sobre la escritura en Amazonía ¿se puede describir el paisaje de la floresta ignorando lo sucedido en el Putumayo? La respuesta es contundente: imposible. Quien no tiene en cuenta esta premisa en esta parte del monte está repitiendo textos inanes y sin sentido. Mientras bebo un sorbo de la guayusa, el olor y el sabor a monte amazónico son penetrantes, me sumerjo en el bosque imaginado por unos segundos.  

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