Por: Gerald Rodríguez. N

Alguna vez Platón se preguntó: “… ¿qué clase de hombres son más felices: los que llevan una vida más justa o los que llevan una vida más placentera?”, afirmando luego Aristóteles que la felicidad “que aparece como algo perfecto y suficiente ya que es el fin de los actos… no es tan claro qué sea la felicidad”. En búsqueda de esa felicidad abstracta o concreta, sublime o dolorosa, material o espiritual, el hombre detrás de una vía, y no de otra opción, cae en la corrupción. Porque la pobreza del hombre no es en tanto de querer poco, sino que en ese afán de desear mucho y todo, solo existe una manera de ser bueno y muchas de ser malo. ¿De qué le servirá su resistencia personal del hombre ante mal, para no hacerse cómplice que el mal prevalezca, si ya desde casa el mal se impone como la única forma de sobrevivir? ¿No será que acaso en las casas de nuestro país de donde salen los corruptos, se ha dado un mal uso a la libertad que no mira el bien general, sino el particular, como parte de nuestra herencia históricamente colonial, perpetuando la pobreza moral del peruano? ¿Acaso los niveles de corrupción que nuevamente se vive en nuestro país, no es productos de la pasión, de esa pasión egoísta donde se prioriza el bien personal y no el común, como parte de nuestro trauma colonial, porque nunca pudimos vencer el trauma del nuestro linaje corrupto? Todos estamos capacitados para juzgar nuestras acciones. Nada justifica saber que la justicia anda ahuyentada de nuestro país.

En la historia de la corrupción de nuestro país, todo empieza con la colonia, y sigue vigente hasta hoy en día, de miles de formas. En la historia del Perú, la corrupción tuvo miles de caras y miles de formas que nunca fueron ocultos, y que tenemos que cargar con esa maleta pesada todos los días, llenas de audios, videos, documentos secretos, acuerdos de media noche, como una maldición de todos los peruanos. Una vez más sabemos que nuestros nobles magistrados, políticos, ministros, defensores de la justicia en el país y de los intereses de los peruanos, están en una daza corruptela, donde sacan a relucir lo mejor de sus miserable y pobreza moral, donde el peruano solo atina a marchar, y después se sienta a descansar frente al televisor a ver qué es lo que pasa con la Selección Peruana de Futbol, a ver sus programas de entretenimiento, mientras el país sigue aguantando la hipocresía de los que dicen defender nuestro derechos, pero que anduvieron en algún momento haciéndose pasar de personas “honorables”, después de haber salido del sifón más putrefacto. Los cargos públicos son honores, pero no son honrados por estas acciones indignas que todos los días vamos descubriendo en nuestros representantes públicos. Pero más corrupto es aquel que no teniendo la mínima intención de perfeccionar su arte de gobernar o de administrar lo que le corresponde, su mayor ambición solo es el obtener mayor dinero sin hacer nada. No hace ningún mal, tampoco sirve para hacer el bien. Destruye la confianza de quienes lo eligieron. La creciente y absorbente primacía del yo, que transforma todo lo otro, en yo, es la tiranía más sutil y la que más nos somete sin notarlo. He ahí donde comienza el yo corrupto.