Conversar sobre la corrupción —ese mal que produce gangrena a nuestra historia como país independiente— nunca ha sido algo antiguo. Al menos, en eso colaboraron los que nos han gobernado y los que lo siguen haciendo: convertir la discusión de su naturaleza, su evolución, y sus caretas en sí, en una costumbre. Desde los inicios de la República, donde los caudillos militares se disputaban el poder desencadenando la anarquía, la podredumbre ya se perfilaba a ser la sombra de los sistemas de poder en el Perú, socavando muy sutil y profunda las covachas de los mismos.

Al definir la corrupción —como un fenómeno político, económico— uno se cruza con una variedad de conceptos que, dependerán del interés, la institución o el enfoque. Por ejemplo, Transparencia Internacional – TI (año 2000), lo define como el uso indebido del poder otorgado para beneficio privado. La corrupción entraña conductas por parte de funcionarios en el sector público o sus allegados, por las cuales se enriquecen indebida e ilegalmente mediante el mal uso del poder que se les ha confiado. El Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas – PNUD (año 2003), lo considera como el mal uso de los poderes públicos, cargo o autoridad para beneficio privado mediante el soborno, la extorsión, el tráfico de influencias, el nepotismo, el fraude, la extracción de dinero para agilizar trámites, o la malversación de fondos.

Con tal de explicar su naturaleza, basándome en el Preámbulo de la Convención de las Nacionales Unidas contra la Corrupción, a modo de adaptación de lo que en el texto se menciona, puedo señalar que esboza graves problemas y amenazas para la estabilidad y seguridad de las sociedades al carcomer las instituciones, los valores de la democracia, la ética y la justicia. Asimismo, se requiere de un enfoque amplio y multidisciplinario para prevenir y combatirla eficazmente. Su prevención y exterminio depende del gobierno con el apoyo y la participación de personas y grupos de la sociedad civil, las organizaciones no gubernamentales y las organizaciones de base comunitaria, para que sus esfuerzos en este ámbito sean eficaces.

Por otro lado, en los últimos días hemos tenido el malestar de ver a despreciables personajes del CMN, que se han unido a diversos miembros de la podredumbre parlamentaria, con protagonismo fujimorista. De ese modo, vale citar al politólogo Samuel P. Huntington: “Unos intercambian poder político por dinero; los otros, dinero por poder político. Pero en ambos casos se vende algo público (un voto, un puesto, una decisión) en beneficio personal”.

Sin embargo, lo más preocupante siempre ha sido la tolerancia máxima junto a la pasividad ciudadana ante los emblemáticos y más recientes actos de corrupción. Hemos resistido desde hace años que la institucionalidad jurídica esté quebrada sin hacer nada frente a ello. La desdicha es que la corrupción en nuestro país avanza porque existe una ausencia mayor de organización social legítima, pues poseemos una ciudadanía decidida más a organizar marchas como forma de protesta para que un seleccionado vaya al Mundial y menos a dar una batalla democrática, diaria y sostenida para repeler la barbarie del mal.