Casi con una puntualidad kantiana tomo el autobús en la mañana muy temprano para venir a la nueva casa. Si lo dejamos pasar es una tortura, es uno de los pocos que nos saca de la isla sino tienes que hacer una caminata de diez minutos o más para salir de ella. Suelo hacer las salidas como una rutina para que el caos, al que soy muy propenso, no reine en esta situación de tránsito. En la nueva casa hay cajas sin abrir y regadas por las habitaciones y sin querer te genera un poco de ansiedad. Hay libros, cosas de cocina, utensilios y falta todavía el orden. F tiene más sentido de proporcionalidad y poco a poco va poniendo las cosas en su lugar, me desespero, me pide calma. Así con esa carga salgo todos los días a la nueva casa. Tengo el ordenador ya instalado en il piccolo ufficio y por eso, con cierta disciplina o neurosis, me he puesto a leer, escribir, ver las novedades. En la venida tomo como tres o dos autobuses, esos cambios de un autobús a otro me quita la ansiedad, voy a mi aire. Lo hago para entremezclarme en los diferentes ecosistemas de la ciudad – el actual Alcalde en un serio despropósito (y gran estupidez) ha eliminado con una norma cicatera la zona restringida en la almendra de Madrid, y también para observar a las pasajeros y pasajeros que suben al autobús. Los miro disimuladamente y trato de inventarme una historia sobre él o ella, sea joven, adulto o persona mayor. Es un ejercicio que me relaja y me mantiene activo, y no hace daño a nadie. Algunos se muestran con rostros ansiosos, otros muy relajados. Casi siempre los veo mirando el móvil, se ríen leyendo los mensajes, pareciera que el entorno en el que viajan les importa un pimiento o una cocona, depende del contexto. Para mirar el móvil no hay edad, casi todos están pendientes de él ¿será algo importante que esperan recibir? Un amigo me comentó que un fin de semana recibió un mensaje de despido, se quedó de piedra. Sin pronunciar palabra. Estos tiempos que pasan y nos mantiene atontados en nuestro propio mundo.

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