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Luego de los casi diez mil kilómetros que separa a Madrid de Montevideo estamos paseando por sus calles con el jetlag en nuestros hombros. El cielo estaba encapotado. El pronóstico del tiempo decía lluvia pero cayó apenas unas gotas. Estamos alojados en el centro de la ciudad donde los estilos de los edificios dan mucha diversidad arquitectónica. Sus avenidas están acompañadas con árboles, le dan mucha vida. Es domingo y está todo muy tranquilo. Agradeces escuchar el castellano con otro deje, otros giros. Hemos ido caminando cerca del Mar Dulce/ rio de la Plata que me ha dejado atónito por unos segundos. El agua del color café con leche me transporta por esos viajes de la floresta. Busco siempre el agua.

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Llevo ya mucho tiempo en este edificio que acumuló glorias y ahora solo recoge pesares. Me han salido barbas y canas. Sigo con la misma muda de ropa con la que llegué con una maleta – a la maleta no la he abierto. Los amigos me dicen que esa zona no la recomendarían para vivir. Me parece que es una opinión con escaso peso de la realidad y con aires de sueños de grandeza (de los quiero y no puedo). Ellos y ellas quieren mostrarme la ciudad que les parece bonita (la que se parece a Europa, en verdad, me importa un pepino) pero aquí en el centro vivo feliz y con ganas de escribir los proyectos literarios que abandoné por trabajar con traje y corbata. Allá ellos, rezongue con cierto desdén la opinión de los patas mientras en mi sillón leía a Mario Levrero o Jorge Mario Varlotta Levrero, que descubrimiento por su prosa desenfada e intimista, por sus amores disparatados por las ratas y otros animales de la fauna urbana. En plena lectura de Levrero me envalentoné, dejé mis fobias y otras aprehensiones, y decidí incursionar furtivamente a otras zonas del edificio.