El rioplatense papa Francisco, en nombre de su declarada pasión por el deporte pelotero, interpuso todo el peso de su alto cargo para ordenar la suspensión inmediata del mundial en el Brasil. El motivo de tan singular intervención papista fue el bochorno que significó el descubrimiento del pago de cupos, de cuotas, de porcentajes para poder participar en dicho evento universal. Era inconcebible que una pasión de multitudes, un entretenimiento de masas, fuera pervertida por el bendito dinero. Pero así era y luego de la detención de todas las mafias involucradas en la estafa, se trató de devolverle al futbol toda su pureza de potrero popular, de barrio bravío.
El mismo siervo del Señor fue nombrado como primer presidente de la nueva Fifa y dispuso en el acto la realización de otras eliminatorias gracias a un campeonato relámpago de 10 por 10 en las canchas más alejadas de cada país, donde no había ni corriente eléctrica, ni agua potable, ni carretera y ni ninguna presencia estatal. El gremio de árbitros calificados desapareció por entonces y los soplapitos de las nuevas justas eran elegidos entre el público asistente por los capitanes de ambas escuadras.
En esos predios remontados, con arcos de palos secos, el brioso seleccionado peruano volvió a ser eliminado por la escuadra de la república democrática del Yavarí, nuevo país que surgió de la barbarie del centralismo incaico. El primer mundial de la otra era, del tiempo de Francisco, se ejecutó en las canchas naturales de una aldea selvática de no contactados, seres que fueron obligados de dejar sus enconos contra los demás para disfrutar de la fiesta brava del fútbol macho, de puro amor a la casaquilla. Fue así como el deporte más masivo y popular del planeta comenzó a salir del fango en que se encontraba, gracias a la buena pupila y buena muñeca del formidable papa argentino.