El constante incremento de la venta del pisco peruano fue una alentadora noticia y, como jugando o bailando salsa, el que menos decidió dedicarse a tan próspera industria. Muy pronto, cada peruano abandonó el fatigante recurseo, el humillante picoteó y el desgastante sueño de buscar más trabajos cada semana, para dedicarse única y exclusivamente a producir pisco. En ese tiempo remoto todos los pisqueros de la patria no bebían ni en broma, ni despilfarraban sus magros ingresos en juegos de azar. Dormían temprano, no tenían hijos en la calle y laboraban de sol a sombra.

Los pisqueros de la perulería pronto adquirieron ingentes ingresos debido a que conquistaron todos los mercados de la tierra. La riqueza convirtió al país en una nación del primer mundo y el ejemplo peruano era un estímulo para abandonar la pobreza. Otros países también se dedicaron única y exclusivamente a fabricar pisco. Pero el pisco blanco y rojo era inigualable. La bonanza iba a seguir hasta la última escala cuando algo falló. La costumbre nacional de celebrar cualquier cosa, vicio que ya había sido olvidado, volvió por la puerta ancha. El Feriado Largo del Pisco fue la fiesta más brutal   y se realizaba todas las semanas con un desborde de bacanal de la piscaduría.

La ruina fue anunciada por sesudos especialistas, enterados historiadores, consumados catadores, pero nadie hizo caso y todo acabó en una brutal inflación alanista, una carestía insoportable y una feroz falta de alimentos. Los que lograron sobrevivir a la hecatombe beben ahora y siempre como posesos licores preparados de cualquier vegetal. En sus frecuentes borracheras tristes recuerdan con desgarrada nostalgia los días de esplendor, las cifras de la exportación de pisco, las cosas que tenían. Y, allí mismo, ruegan a los dioses de todos los licores y tragos cortos que regresen los gloriosos días pisqueros.