Una de las experiencias de vivir la diáspora en España es que me ha ayudado entender a los nacionalismos y mostrar, al mismo tiempo, mí más pleno rechazo a ese sentimiento o emoción que liquida todo sueño ecuménico o universal que planteaban los estoicos [la gran ciudad, decían ellos], sean estos, el nacionalismo periférico o el nacionalismo de ámbito nacional que aman las parcelas y la homogenización. Estoy vacunado luego de vivirlo diariamente contra ese sentimiento de tribu, de horda, de fincas, de izar banderas en señal de fascismo (es la enseñanza de Pasolini y su cine, me provoca salpullido). Me parece que ambos son reduccionistas de cara a la pluralidad de ideas. Muchos amigos y amigas nativas cuando comentamos el tema me dicen que se haga la consulta de una puñetera vez [se refieren al tira y afloje catalán de realizar la consulta si quieren seguir bajo el Estado español]. El nacionalismo periférico aquí, y en otros lados, se regodea y adultera todo lo que encuentra a su paso (me cuentan que hay inmigrantes peruanos y peruanas obcecadamente más catalanes que Gerard Piqué, Jordi Puyol y Peret juntos), y por su parte, el nacionalismo de ámbito nacional no es plural, es de una sequedad exasperante y de una chulería sin sentido. Siempre he considerado el lugar de nacimiento un accidente (imagino la ira griega de mis progenitores ante esta afirmación), que nacer en un lugar u otro no debería dar ningún plus, que el mundo es ancho y para disfrutarlo. Claro, el lugar de nacimiento es azúcar o miel para los que atizan los nacionalismos. Es de un provincianismo mental de campeonato, se convierte en una murga esa cantaleta edulcorada de loar a la patria chica sin sentido. Incluso, algunos arguyen, aquí en la península, para diferenciarse de los otros hasta aspectos de sangre, toda una insensatez. La vida social no es de parcelas, de eso no entienden los nacionalismos.