En uno de los extraños resultados del olvidado año del 2014, el señor Robinson Rivadeneyra, pese a que estaba último lugar en las encuestas hechas por él mismo, fue elegido alcalde de la novísima provincia del Putumayo. Su reconocida honestidad, conducta que nunca le abandonó desde su primer zarpazo a los holandeses, le hizo decretar la investigación de las anteriores gestiones, encontrando la estafa del aeropuerto y del hotel. Ahí mismo, sin dudar un instante, ordenó la inmediata captura no solo del alcalde de ese tiempo, sino del temible constructor.

Para evitar alguna sorpresa, un soborno entre las sombras, él mismo se convirtió en jefe de la banda de uniformados y, lupa en mano, se decido a buscar las huellas de los que había denunciado. El alcalde cayó en la segunda batida, pero el constructor se había hecho humo y nada. Pero el probo señor Rivadenyra, que conocía al dedillo los turbios mecanismos de la corrupción, logró descubrir unas sospechosas huellas que conducían a la casa que ocupaba en ese entonces. Una y otra vez repitió el operativo y siempre ocurría lo mismo. Siguiendo su indeclinable limpieza, su rectitud inalterable, tuvo que admitir que el constructor de marras era él mismo.

Cuando se presentó a la cárcel de San Jacinto, esposado, con uniforme con rayas, su número de prisión, para ocupar de por vida la celda que merecía, los custodios no le admitieron pues faltaba la firmada orden de internamiento. El no quiso perder el tiempo en trámites y mando construir su propia cárcel. Donde se internó perpetuamente. Han pasado las décadas desde aquel tiempo y el señor aludido, con los cabellos blancos, mil arrugas en el rostro y sin poder caminar, sigue concediendo entrevistas donde incide en que todavía es posible encontrar la justicia en el Perú.

 

 

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