Escribe: Percy Vílchez Vela

El botadero de basura o relleno sanitario siempre fue un problema en la ciudad de Iquitos. Nunca, hasta ahora, encontró su lugar ideal, su sitio perfecto. Siempre estuvo en una ubicación equivocada. Hace más de medio siglo el basurero iquiteño estaba en la primera cuadra de una calle céntrica. Es decir, la basura se amontonaba cerca de las gentes, de las casas, de las visitas. Lo cual originaba una serie de problemas como la presencia de moscas incómodas. Hoy, cuando el actual botadero privado viene dando una serie de problemas, es pertinente hablar de uno de los botaderos del pasado que tantos inconvenientes ocasionó entonces.

El único humano que hubiera vivido gustosamente en la primera cuadra de la calle  Pevas del año 1949,  disfrutando de las moscas y su brioso espectáculo de seres alados,   contemplando sus  movimientos exactos,  asombrándose  de sus raudos escapes, era un tal Luciano de Samósata. No es que el citado  fuera  un depravado digno de la sala del siquiatra,    un ser de gustos torcidos. Era un poeta  que hace siglos escribió un delicioso elogio de esos volátiles insectos. Pero los moradores de esa calle andaban hasta la corona ante la feroz invasión diaria de esos monstruos inoportunos.

Desde la distancia de los años, espantando  o destripando moscas, uno puede imaginar o compartir el incesante sufrimiento de los habitantes de  esa infortunada calle ante la invasión de esos insectos temibles. Las moscas no eran locas para arrendar por las puras por ese sitio.   Sabían lo que hacían  en sus cabezotas alertas que era medrar en la cochinada.  Y andaban en una pascua permanente, en una fiesta de feriado largo, porque allí,  al borde del barranco, cerca del infinito Amazonas, estaba el botadero de basura, el relleno sanitario, el cerro de desperdicios.

En su sano juicio, en el ejercicio de su libre albedrío, ellos y ellas hubieran agarrado sus pertenencias y sus matamoscas y abandonado a la carrera esa calle.  Pero por diversas razones no podían marcharse. Entonces tenían que quedarse donde estaban  y soportar el incómodo vuelo o la perpetua presencia de las hábiles moscas.  Lo único que podían hacer era protestar.  Y  ejecutaban marchas callejeras, firmaban contundentes memoriales, para que sacaran ese basurero donde todos y todas ponían sus cosas descartables, sus objetos que no querían, sus inútiles trastos como si no hubiera otro ámbito en ninguna parte digno de albergar las porquerías.

El cántaro tanto reventó en  el agua sucia que la edilidad de esa  época tomó  cartas en el asunto. Cartas de naipe. El 31 de mayo de ese año  el Cuerpo de Concejales decidió sesionar para buscar una salida a tanto alboroto por la ubicación del botadero. Después de sesudas discusiones, de encendidas polémicas, se optó por nombrar una comisión, una de las tantas, para buscar otro lugar y sacar el basurero de la sufrida calle de la Pevas. Las pesquisas, los estudios,  las proyecciones, demoraron tanto que las moscas seguían en lo de siempre.

En la historia amazónica el arribo de las moscas tiene una fecha precisa. No son oriundas de estos  lares, como podría suponerse ante su abundancia en el presente,  sino que entraron al bosque por la puerta falsa, gracias  a los combativos patriotas que pelearon contra el poder castellano. Ellos les trajeron en un itinerario imposible de describir ni seguir debido a la falta de fuentes. Las moscas emancipadoras eran en lo real  una metáfora de los moyobambinos que describía las malcriadezas, los excesos y los abusos de los mismos liberadores.

En la fogosa, achicharrante y letal historia de incendios en la calurosa y  calenturienta Iquitos, arde hasta ahora, como una alta fiebre, un carbón siempre prendido,   el siniestro innovador y versátil  que estalló hace tiempo en el mismo basurero de la Pevas. La presencia de las llamas fue tan brutal que nadie, ni las furias apagadores de los bomberos, ni los sacos de arena, ni los trapos mojados, ni las angustiadas oraciones,  ni siquiera la torrencial lluvia que cayó entonces,  consiguió apagar ese fuego desatado. La tragedia no pudo,  sin embargo, aniquilar a los terribles moscas que  se hicieron humo gracias a su innata destreza de mandarse cambiar más rápido que de inmediato.