En una medida asombrosa y radical, el Jurado Nacional de Elecciones, decidió por votación mayoritaria quemar las ánforas, romper las actas electorales, anular todas las cifras que había dado hasta ese momento y cerrar las salas de cómputo que contaban los votos. Luego dicho organismo clausuró todos sus locales a nivel nacional y emitió un comunicado donde anulaba los comicios generales del 2016. El motivo de dicha medida fue un desbalance clamoroso, un desequilibrio impasable. Era que los que no votaron o que votaron en blanco o que anularon sus votos eran más que los que eligieron a 2 personas para la segunda vuelta.
En la argumentación de dicho organismo se dijo que no podía tener validez cívica y jurídica que los votantes válidos fueran menos que los no votantes. Ello quitaba representatividad a los elegidos que no habían tenido la capacidad de captar a tantas personas que nada quisieron saber con eso de las ánforas y los votos. El país no podía ser gobernado por representantes elegidos por tan pocos electores. Para remediar esa situación lamentable se requería la realización de un paciente trabajo para hacer que el abrumador grupo de los no votantes, de los que viciaban sus votos o que votaban en blanco, cambiaran de actitud. Como es natural, la medida extremada desató la protesta de los que habían ganado en una justa electoral con tan pocos votantes. Pero por más que chillaron, patalearon y protestaron nada pudieron hacer para cambiar las cosas.
Hasta el día de hoy las elecciones en el Perú están suspendidas. Y, lo que es peor, es que no hay a la vista ninguna jornada de las ánforas. Ello debido a que los no votantes, los que vician sus votos y los que votan en blanco no dan sus brazos a torcer. Ningún argumento les convence para que acudan a los centros de votación a elegir a cualquiera de los candidatos.