El señor Javier Yglesias, imbuido de preclaro espíritu emprendedor, ganado por el deseo de transmitir  mensajes de optimismo, dominado por la tentación de lo imposible, determinó abandonar el local central de la Dirección Regional de Educación. Era un bello día cuando ante los movidos acordes de una orquesta de marichis, unos cantantes de boleros cantineros, él se embarcó en uno de los tantos camiones  y,   junto a los altos y seguros funcionarios, los proliferantes asesores, los connotados administrativos, los más notables burócratas, las atentas secretarias, los porteros y el personal de limpieza, se mudó al primer piso del colegio Petronila Perea de Ferrando.

El motivo de la inesperada mudanza era demostrar a propios y extraños, a los hijos  de los vecinos, a la mamá de Tarzán, que se podía laborar en plena creciente. Porque ese primer piso de ese centro educativo estaba en plena inundación y los padres de familia habían hecho una ruidosa manifestación diciendo que sus hijos e hijas no podían estudiar en esas condiciones fluviales. En ese primer piso lleno de agua el personal educativo tuvo que ingeniarse para desempeñar sus funciones como si nada grave estuviera sucediendo.

El mismo señor Iglesias, hombre acostumbrado a las aguas de otra índole, para desempeñar sus elevadas funciones se protegió con un salvavidas y se  desplazaba de un lugar a otro en una canoa de aluminio, mientras los demás realizaban sus actividades laborales nadando como si estuvieran en una contienda deportiva. Los que querían visitar ese reciento eran cargados en hombros por personas que luego cobraban como llevo-llevos andantes.  Todo hubiera marchado sobre ruedas, pero sucedió en aquel tiempo que un trabajador se ahogó sorpresivamente. De manera que el señor Yglesias, en medio de recitales de música, de funciones de circo, ordenó que  los camiones regresaran a sus huestes al local central que habían abandonado.