El último mandatario perulero, el cocinero Gastón Acurio, renunció ayer en la tarde luego de la escandalosa coyuntura comestible en que trató de imponer a la mala,  y con cachiporra de por medio, el consumo de carne de gato. El curroñao le salió por la culata a un presidente que en su momento prometió tanto y a la hora de la verdad desnuda cumplió tan poco. El corto gobierno del afamado gastrónomo fue una serie de desaciertos, de medidas impopulares,  donde pretendió oficializar los platos de la pobreza culinaria nacional, los preparados mendicantes,  de los heroicos descendientes incaicos.

En un evidente uso y abuso de la demagogia,  Acurio lanzó la campaña de oficialización del mondongo, la chanfaina, el arroz con frejol, como potajes emblemáticos de la peruanía universal al pie del orbe. Pero las protestas no se hicieron esperar, debido a que una buena cantidad de peruanos y peruanas se alimentaba  con esos baratos preparados. Era un insulto a las mesas populares esa extraña cruzada. El cocinero, que gustaba de mostrarse como un hombre exitoso, no quiso suspender la pensión 95 que era entonces un ahorro porque los peruvianos no arriban fácilmente a esa edad dorada, para invertir en mejorar la dieta nacional.

De pronto, Acurio apareció en los medios mediáticos e inmediaticos  cazando, componiendo, asando y comiendo robustos gatos que arrebató a unos orientales gustadores de semejante carne. Los colectivos que defienden la cacería ratoneril del minino  salieron a armar barricadas contra ese mandatario abusivo. Luego  surgieron las sociedades impulsoras de lo vegetal y la cosa ardió  cuando el cocinero fue denunciado por comprar sin licitación millones de gatos que eran criados por un empresario amigo. El cocinero pretendió escapar del escándalo,  acuñando el lema que solo el gato salvará al Perú. Pero ello no fue suficiente  y tuvo que renunciar en el término de la distancia.