La protesta inesperada  

El infeliz apodo de gallina para designar a los flamantes peruanos es incorrecto, ofensivo. Ni seres cacareantes,  ovadores o ponientes, nuestros ilustres compatriotas se creen gallos garañones, de pico y espuela que con el ala matan. Aunque todo sea también  una mentira. Lo que sí es cierto es la inesperada y sorprendente crisis del huevo, de gallina. En este Iquitos de polleros, pollerías  y comedores del plumífero  a la brasa, donde el indescriptible y pertinaz huevoneo comienza desde el poder y se reparte hasta las clases más bajas, lo mejor que hace la emplumada ave doméstica ha subido de precio.

En los galpones locales, donde la gallina deposita  ese fruto de  sus entrañas, las cosas están parejas, sin embargo. No hubo una resta de curtidas  ponedoras, ni una disminución de nidos. Lo que sucede es que ya no se puede importar huevos, de gallina, de la costa. Esa operación sostenía en calma el mundo de la cáscara, la  yema, la clara y el colesterol. Pero a  algún huevas triste se le ocurrió quitar  el reintegro tributario y la producción local, pese a tantos huevos fritos, no puede satisfacer la demanda.  El iquiteño es un consumidor aceptable del huevo, de gallina. Diariamente, se zampa algo  así como más  de la mitad de un huevo por cabeza.  

En la yema del disgusto, el de tener que pagar más por un huevo, de gallina,  o de renunciar a ese alimento por falta de los centavos, apareció algo de sumo interés.  La reciente protesta del sufrido, heroico y tantas veces mudo,  consumidor. Ese ser de infinita paciencia, de duros  lomos, fabricado para el incesante castigo, dio señales de vida. Ante los sombríos  burócratas de una entidad estatal, hombres y mujeres se dejaron de huevoneos y dijeron su palabra. ¿No será esa protesta inesperada, en nombre del huevo, de gallina, un instante crucial en nuestra historia: el despertar del apaleado y torturado consumidor?