La imagen del matrimonio particular, de una sola pareja, pertenece al pasado de la ciudad de Iquitos. Es un episodio de antaño ese casorio tradicional que reinó durante años. Es como si todos y todas en determinado momento hubieran desdeñado lo aislado, lo solitario, en nombre de la masa y de la mancha. En dicha urbe la costumbre de la boda masiva, colectiva y comunal se realizaba a cada rato, aprovechando alguna fiesta con feriado largo. Las parejas se reunían en esas determinadas celebraciones para darse mutuamente el sí para siempre. Tanto cayó el cántaro en el agua que las parejas decidieron en algún momento amarrarse solo de esa manera.
Los besos riman muy bien de arriba hacia abajo con los pesos. Es por ello que creemos que el matrimonio masivo, colectivo y comunal, se impuso debido no tanto a cuestiones de enamoramiento sin cordura, de pasiones desatadas, sino debido a que se agilizaban los trámites y papeleos nupciales, se rebajaban los precios de determinados documentos y se gastaba de un solo porrazo en una sola fiesta auspiciada generalmente por algún municipio. Es comprensible que la disminución de la burocracia y de los gastos hayan hecho que las parejas, más prácticas, menos románticas, prefieran ese matrimonio compartido.
La boda colectiva, comunal, comunitaria, es en el presente una institución muy respetable. El sujeto que quiere casarse, el que intenta unirse en matrimonio, tiene que salir a buscar a otras parejas en trance nupcial. En sendas reuniones y entre todos acuerdan el día y la hora del enlace. Y en la ceremonia central todos y todas comparten la alegría, el júbilo, de emprender un viaje sin regreso. Es como si entonces se dieran fuerza y suerte en la futura vida matrimonial. Es como si fundaran una asociación de casados unidos contra los desastres y desmanes que amenazan la vida en pareja.