En la amplia sala del tribunal hayista, con la asistencia de los probos jueces y fiscales y tinterillos, viene siendo juzgado el incendiario que en vez de contestar las preguntas amenaza con quemar todo Amsterdam. El detenido cometió desmanes criminales con el fuego en la remota y ruidosa urbe de Iquitos. De improviso, mientras el comité contra el ruido convocaba a medio minuto de silencio, mientras expertos, con las orejas y oídos y lóbulos cubiertos con audífonos y algodón, fingían medir los inmedibles decibeles, el ciudadano arremetió con una antorcha encendida y quemó carros, motos, silbatos, tocadiscos, orquestas, camiones recogedores de desperdicios y cuanto objeto produjera el más mínimo ruido.
Cuando estaba a punto de carbonizar a un perro que inocentemente ladraba a las nubes, fue detenido por las fuerzas combinadas de aire, rio, tierra, subterráneo y frontera. El incendiario responde al nombre de Cupertino Bravo y hace honor a su apellido pues no quiere compasión, ni piedad, no responde ninguna pregunta, no quiere ni abogados del diablo para que le defiendan. Ansía más candela. Los expertos en desequilibrios mentales, han dictaminado que ese charapa es la víctima más notable de la ruidosa ciudad. El oído humano solo tolera 55 decibles. Un poco más de ruido le altera la existencia, tanto que hasta le obliga a casarse. El quemonero de esta crónica jurisprudente no está loco, sin embargo. Lo único que hace es ejecutar lo que otros solo imaginan.
Los jueces y fiscales y tinterillos del venerable tribunal de la Haya se demoran, hacen fintas, piden más argumentos para la condena o la absolución. En realidad, están en un grave problema pues han caído víctimas del mal del fuego. En cualquier momento, inclusive ante el sujeto que juzgan, creen escuchar la sirena de los bomberos involuntarios, aspiran olores quemados y quemantes, sienten que arden entre altas lenguas de fuego.