El espíritu renovador que quedó luego del mundial de fútbol del 2014 incluyó en su agenda al famoso jugador número 12. El jubiloso o sufrido hincha, aquel sujeto que nunca jugaba pero que se creía mejor que cualquier jugador, más diestro que los mismos entrenadores de su escuadra predilecta, abandonó su asiento y se convirtió de la noche a la mañana en jugador. Porque la nueva ley de la de cuero indicaba que antes de cada partido los capitanes buscarían entre los espectadores a 3 personas para integrar los equipos. El jugador número 12, como era de esperar, no daba juego ni fuego.

Porque tenía unos kilos demás, carecía de entrenamiento físico, adolecía de un contacto diario con el balón. La ley Universal del Nuevo Hincha, emitida por el nuevo mandamás de la Fifa, ordenó que cada aficionado dejara sus costumbres sedentarias, cambiara de dieta, corriera todas las mañanas y jugara en las tardes su fulbito callejero. Hoy en día el jugador número 12 es pieza clave en cada encuentro pelotista. El hincha acude al estadio con su pelota, vestido con los colores de su escuadra predilecta y con los chimpunes de rigor, puesto que en cualquier momento entrará a la cancha.

El fútbol se ha vuelto, pues, un deporte comunitario, comunal, compartido. Jugadores e hinchas participan en la cruzada de campeonar o de salvar la categoría, según el caso. El único problema es que tanta vinculación ha generado una sórdida disputa monetaria entre los unos y los otros. Los más lúcidos hinchas se quejan de los sueldazos que ganan los peloteros de oficio, mientras los aficionados después de cada disputado partido reciben un refresco, una gaseosa o, en el mejor de   los casos, una cerveza bien helada. ¿Es justo esa evidente explotación del sufrido o jubiloso ser que es parte fundamental del espectáculo pelotero?