Japhy Wilson

Fragmento 4: Fantasmas de concreto

De acuerdo con los planes de desarrollo de los gobiernos regionales de Loreto de los últimos diez años, el aislamiento infraestructural de Iquitos ya debe ser un tema del pasado. El Proyecto de Inversión para el Desarrollo Integral de Loreto de 2013, por ejemplo, propone la construcción de una carretera de 600 kilómetros desde Iquitos hasta Saramiriza, desde donde se conecta por carretera a la Costa; un ferrocarril desde Iquitos hasta Yurimaguas, que también conecta con la red nacional de carreteras; una red de ríos modernizados que forma parte de una sistema de corredores interoceánicos, con Iquitos como eje principal; y una carretera de 200 kilómetros que conecta Iquitos con la frontera colombiana. De acuerdo con este plan, todos estos proyectos iban a estar terminados para el Bicentenario de la Independencia peruana en 2021.

Llegué a Iquitos por primera vez en agosto de 2019, aproximadamente dos años antes del Bicentenario. Pero los únicos elementos de todos estos megaproyectos que existían al menos en una forma incipiente fueron las columnas fantasmales de un puente que cruzaba el río Nanay en las afueras de Iquitos, como primera fase de la carretera a Colombia. Cuando investigaba la ruta de la carretera, hablé con gente que había pasado toda la vida en espera de la vía, y sospechaban que iban a morir antes que se concrete la carretera. También me encontré con pueblos enteros que habían sido reubicados en una trocha cortada por la carretera hace más que 20 años –la trocha había sido consumida por la vegetación y las comunidades quedaron perdidas en la selva-. En estos lugares, los sueños de la carretera se entremezclaban con rumores de la presencia de “pelacaras” –gringos en aeronaves que mataban pescadores y les sacaban sus caras, y de misiones científicas extranjeras extrayendo “aceite humano” de cadáveres indígenas-.

El escenario me hizo recordar a un cuento del autor mexicano Juan José Arreola, llamado ‘El guardagujas’, que describe un pasajero llegando a una estación, en espera de la pronta llegada de su tren. Pero el guardagujas explica que es imposible saber cuándo el tren llega o donde será su destino. Puede ser que deje sus pasajeros en una estación perdida en la selva, o que su aparente movimiento es solo una ilusión y los pasajeros nunca llegan y terminarán muriendo abordo. El cuento ha sido interpretado como una sátira sobre la ideología del progreso encarnada en el ferrocarril mexicano en tiempos de Arreola, y a la vez como un ejemplo de la literatura absurda, que explora la disyunción entre las expectativas humanas de un mundo significativo y la despiadada ausencia de tal significación en el mundo actual. Si la modernidad es absurda, esta absurdidad esta magnificada en el Antropoceno, en los dos sentidos del cuento de Arreola: por un lado en la creciente incapacidad del Estado de manejar las contradicciones y exigencias del capitalismo global, manifestado en los alucinantes fracasos de los megaproyectos de infraestructura de Iquitos; y por otro en la confrontación existencial entre las esperanzas humanas y un mundo en camino hacia el abismo: un mundo manifestado metafóricamente en las pesadillas de los pelacaras y la extracción del aceite humano.

Fragmento 5: Emergencia no mitigable

En los últimos cuarenta años, la ciudad de Iquitos ha crecido de manera desmedida y descontrolada. El casco urbano original estaba ubicado en una angosta extensión de terreno elevado, que no fue afectada por las crecientes anuales de los ríos circundantes. Pero con su crecimiento, las periferias de la ciudad se han extendido sobre zonas inundables, en un sistema improvisado de balsas flotantes y chozas sobre pilotes. El más extenso de estos barrios inundables se llama Bajo Belén. En 2012, la creciente más grande en varios años inundaba Bajo Belén, desplazando a gran parte de su población. Como consecuencia de ello, en 2014 una ley nacional declaraba a Bajo Belén en “emergencia” constante, como “zona de alto riesgo no mitigable”, por ser “inhabitable y de peligro inminente” para su población. La misma ley anunciaba la reubicación de su población a la Nueva Ciudad de Belén: una villa moderna con 2,500 casas y con todos los servicios. Este plan fue reconocido a nivel internacional como un proyecto ejemplar para responder a la inminente crisis urbana del Antropoceno, cuando la subida del mar, provocada por el cambio climático, confrontara a muchas ciudades globales con circunstancias parecidas a las condiciones de los barrios inundados de Iquitos.

Pero cuando visité la Nueva Ciudad de Belén en 2019, solo 400 casas habían sido construidas, y casi ninguno de los servicios prometidos existía: las casas eran pequeñas y calurosas, el colegio estaba ubicado en cabinas portátiles, el hospital y la comisaría que aparecían en los planes no existían, y la mitad de la llamada ciudad no tenía agua ni desagüe. Varias familias estaban abandonando sus casas y volviendo a Bajo Belén. Pero no podrían rehabitar sus casas anteriores, porque para tener una casa en la Nueva Ciudad, tuvieron que destrozar sus chozas y entregar sus títulos al Estado. Por ello, estaban construyendo nuevas chozas en lugares todavía más precarios y periféricos. Mientras tanto, el Estado había dejado de invertir en Bajo Belén, basado en la ley que lo declaraba zona inhabitable. En suma, lejos de mejorar la calidad de vida de la población de Bajo Belén, el Estado la estaba empeorando, mientras que se construía una simulación utópica de la modernidad urbana en la Nueva Ciudad de Belén, cuya realidad fue tan distópica que sus habitantes estaban volviendo a Bajo Belén para vivir en circunstancias todavía peores de las que habían escapado al principio.

Como los fantasmas de los múltiples megaproyectos de infraestructura que rodean a Iquitos, la Nueva Ciudad de Belén nos confronta con la absurdidad del Antropoceno. La tentación académica en tales circunstancias es dar sentido a la situación, buscando explicaciones reveladoras, recomendando políticas públicas, o simplemente ignorando las incongruencias y enfocándose en otros temas. Así, la academia termina participando en el proyecto ideológico criticado por Benjamin: proyectando más sentido y coherencia a la realidad social producida por el Estado capitalista que esta realidad realmente tiene, y así contribuyendo a ocultar el apocalipsis desigual y combinado del Antropoceno. En contraste a ello, como dice Dalí, el surrealismo no es un escape hacia la fantasía, sino un realismo radical, basado en “la notación simple, la observación de hechos. Lo que cava un gran golfo entre este y otros métodos es que tales hechos son irracionales, incoherentes, inexplicables”.