Mientras voy en el autobús o tren miro con atención el rostro de las personas, de mis compañeros y compañeras de viaje. Nadie se parece a nadie. Los miro de soslayo. Cada una viste de una manera diferente. Unos son más veraniegos y otros llevan el jersey en la mano. El conductor, con cierto sobrepeso, apenas te saluda cuando le dices hola, refunfuña o da un balido ininteligible. Hay un anuncio que hay que pagarle lo justo al conductor. En el primer asiento, está sentada una chica lleva un piercing en la nariz que resalta más su belleza; va anotando algo en su agenda. Otra tiene el cabello pintado, con ropa de moda y mira por el hombro a los demás. El autobús va despacio por su carril. Un muchacho lleva el cabello que parece un guerrero mohicano con un pinganillo en la oreja izquierda. Otro joven tiene una Z dibujada en su peluca color cucaracha, se marca como un surco de un lado a otro de la cabeza. Una señora mayor después de sentarse revisa el bolso y mira las medicinas que ha comprado, mueve la cabeza. Otra lleva un libro bajo el brazo bajo unas gafas para sol, es muy seria y dice unas palabras que solo ella se oye. Una joven negra ¿afroespañola?, muy esbelta y con traje de deporte, lleva puesto unos auriculares, me mira con indiferencia. Su amiga de gruesas gafas parece que está en otro lugar, su pensamiento está a miles de kilómetros, se muerde los labios. Una señora en silla de ruedas avisa al conductor que baja en la próxima parada y dice que le bajen la rampa. Es un momento incómodo porque en esa parte del autobús, cerca de la puerta, está arremolinada de gente que hace difícil bajar. Hay un niño sentado en el sitio para personas mayores, pero su padre no se da por enterado mientras habla por el móvil. Siempre me digo que cada uno tiene impreso en su rostro una historia por contar ¿la querrán contar?, ¿la contarán algún día?

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