ESCRIBE: Jaime Vásquez Valcárcel

Ya sabemos que circular en auto, motocicleta o motocarro en Iquitos es un peligro. No me refiero a la seguridad. Sino al maltrato al cuerpo y a la salud. Pero recorrer las calles de Iquitos caminando maltrata el alma, duele el corazón, deteriora la vista y, si aún conservamos un poquito de poder de indignación, friega el hígado. Para decirlo en términos quirúrgicos. Si las pistas son un desastre, las veredas le llevan la delantera.

César Calvo de Araujo fue la denominación que reemplazó a “Tambo”, una de las calles principales de Iquitos. Fue una de las tantas denominaciones que fue cambiada en los años posteriores al reestreno de la democracia, allá por los años 80 del siglo pasado. Seguro que recibió ese nombre porque se trataba de rendir homenaje a uno de los pintores más productivos de la Amazonía y que ha paseado sus óleos por ciudades no sólo iquiteñas sino limeñas y norteamericanas. Tanto así que si tienes “un Calvo” -referidas a la posesión de una de sus obras, claro está- adquieres fuera de Iquitos un nivel de coleccionista que, llegado el momento, puede sacarte de misio. Así que el nombre y el cambio están totalmente justificado.

Sin embargo, no sé qué habrá hecho en vida el pintor para que la calle que lleva su nombre reciba tanto maltrato. Y ésta a su vez maltrate a los transeúntes que, como quien escribe estas líneas, decide caminar por sus veredas desafiando hasta las leyes de la física y arriesgando el físico.

Como ninguna otra de la zona, Calvo de Araujo comienza desde la cuadra cuatro. No hay primera ni segunda, menos tercera. Eso le ha convertido, en la práctica, en una calle de cuarta, desde la cuarta. Comienza con el Hotel Acosta, esa esquina que en 1979 se llenó de júbilo porque un empresario de nombre Carlos Acosta Ross decidió inaugurar lo que con el pasó de los años y aun sobreviviendo a su propio creador se convirtió en un grupo empresarial del rubro turístico emblemático y único en la región Loreto. El hotel se ha mantenido y, claro, se ha renovado muchas veces sin perder la esencia. Muchos años después de su inauguración el mismo hotel es testigo del deterioro de la zona. Tanto así que hasta autoridades han maltratado el ornato. Han querido destruir los árboles que incluso son más antiguos que el hotel. Felizmente no han logrado su propósito. Y en esa cuadra inicial aún se puede disfrutar de esa vegetación y será una de las pocas calles con berma central donde se tiene árboles gigantes. La misma familia Acosta hace algunos años lucharon para que no se tumbe los árboles. Y en ese intento han tenido éxito.

Pero nadie parece preocuparse de las veredas. Esas veredas son la contradicción a las pinturas del artista. Ese ornato es la prueba irrefutable que la estética pictórica del artista va en dirección contraria a las veredas que están a ambos lados de la calle. Si la cuadra inicial, es decir la cuarta, es un caos no se pueden imaginar lo que es la siguiente. La quinta, donde se ubica el local de uno de los clubes más antiguos de Iquitos, el Sport Loreto, tiene una vereda criminal. Es una verdadera selva de cemento, para acudir a la salsa inmortal del también inmortal Héctor Lavoe. Es imposible transitarla sin maltratarse. Escaleras improvisadas, construcciones desafortunadas, rampas arbitrarias y bloqueos absurdos hacen de esa vereda un insulto a las buenas costumbres ciudadanas. Como cruel paradoja en esa misma cuadra se ubica el local del Colegio de Arquitectos, cuya decana estoy seguro debe lamentarse de la situación y entenderá muy a su pesar que nada puede hacer.

Les cuento eso porque hace algunos días el escritor Róger Rumrrill estuvo alojado en el Hotel Acosta y como para recorrer la ciudad le convencí no hacerlo en motocarro sino, como los reporteros de fuste, caminar por las calles observando el comportamiento de los ciudadanos. Si la sorpresa y desconcierto comenzó en la cuarta cuadra, ni bien cruzar la calle Tacna y andar por las veredas de la quinta fue devastador. Tanto así que cuando llegamos a la esquina de Moore con Calvo tuvimos que ser auxiliados por un motocarro que, con dolores e incertidumbre, nos llevó al destino. Cuando nos bajamos del vehículo, Rumrrill medio en broma y bastante serio alcanzó a decirme: “Tú crees que mi amigo César Calvo de Araujo se merece una calle así”. No, de ninguna manera. Una persona que pintó el paisaje amazónico con la brillantez que lo hizo César debería provocar en las autoridades y ciudadanos un respeto tal que la calle que lleva su nombre tendría que ser un ejemplo de belleza. Pero hasta en eso andamos mal, aunque puede ser el tiempo que comencemos a caminar bien y hagamos por lo menos de la calle que lleva su nombre un modelo de respeto a él y su obra.