El último fin del mundo (II)

El ciudadano oriental, Lu Shenghai, es un sujeto precavido, de armas tomar y de decisiones radicales. La tibieza no almuerza en su comedor. Considera, como tantas asustadas personas del presente, que el mundo se acabará de todas maneras este 21 de diciembre. No duda un solo instante en la irrefutable certeza de la profecía maya, pero no se atolondró ante la catástrofe ni abandonó su país para refugiarse en la colosal montaña de Bufarach. Ha decidido salvarse por sí  mismo, acudiendo a su surtida billetera, explotando su propio ingenio.

En aras de no perecer en la hecatombe que avanza galopando, viene construyendo su propia arca. En la remota ciudad de Xianjiang, muy lejos del mar, en un fiero  combate contra el tiempo que se le acaba, el señor Lu no descansa un segundo, ni se detiene en consideraciones ajenas a su obsesión de escapar de la colosal tragedia que empaña estos días de fin de año.

En su desatado afán de imitar el itinerario del arca bíblica que sobrevivió al diluvio universal, el señor Lu no esperó órdenes del cielo, ni anuncios divinos. El portento de su vida en alto riesgo tiene 21 metros de eslora, 15.5 de manga, 6.6 de altura. Es, de todas maneras, una burda imitación, una lejana sucursal, del arca del patriarca Noé que era gigantesca, pues medía unos 135 metros de largo. Pero no importa. Es suficiente para que el señor Lu se salve con los suyos y con sus más queridas mascotas. Más algún licor de ocasión para no aburrirse durante el prolongado diluvio.

El fatal y fatídico 21 de diciembre, disfrazado de pascua y de parranda de fin de año, se acerca vertiginosamente. Nada detendrá las horas que faltan para la desgracia ni retrasará la fecha exacta ya establecida. El arca de la salvación del señor Lu tiene un pequeño inconveniente, un ligero escollo. El presupuesto no da para más. Hasta ahora ha gastado algo así como 160 mil dólares. De acuerdo a sus cálculos exactos le falta igual cantidad de verdes billetes para concluir con su vehículo de salvación.

En el día central del fin del mundo, en el dramático instante en que todos y todas nos vayamos a la otra banda, el señor Lu puede quedarse en una incómoda posición adelantada, en el ingrato medio camino, pendulando por unos segundos entre la salvación y la ruina, hasta que se cumpla el anuncio maya. Ello no ocurrirá si el señor Lu consigue milagrosamente, en las próximas horas, un préstamo navideño, el apoyo de un financista alucinado o el óvolo nada desinteresado de los moradores de su ciudad natal. Pero de todas maneras el arca corre el riesgo de no servir para nada.

 

El fin del mundo pronosticado por los mayas puede no ser un diluvio. Nadie sabe nada sobre cómo será ese cataclismo en marcha.  El arca inconclusa del señor Lu es un delirio actual. No es una aberración del remoto pasado. Es tan solo un pequeño episodio a través de los siglos de seres que han creído en los tantos anuncios de la catástrofe universal.