EL TRIUNFO DE LA TABERNA (I)

En la concurrida y ruidosa cantina El jabonero, ubicada en una de las cuadras de la calle Morona, un audaz y emprendedor empresario de entonces enlazó los vasos y las botellas, el arte del seco y volteado  con la vigencia de las tablas, el reinado de la actuación. Porque fundó un pequeño teatro. Allí mismo, y no en otra parte,  ciudadanos de recias gargantas, devotos de las copas, y consumados actores de ocasión o de oficio convivieron en peregrina alianza,  y no hubo litigios o altercados que lamentar, lo cual demostró que beber y actuar eran compatibles. Era el año de 1905, como consta en el Anuario de Iquitos de esa época.

La movida ciudad de esos días contaba con 14 mil moradores, ya se elevaba 117 metros sobre el nivel del mar y se defendía cada año de las inundaciones  gracias a su elevada ubicación geográfica. El servicio de agua era uno de los mejores aciertos públicos, gracias al límpido torrente que andaba por Sachachorro. El clima era parecido al de hoy, salvo que nadie pronosticaba  lluvias o vientos o días de sol. Las calles eran rectas y se extendían paralelas al río o avanzaban hacia el bosque circundante. Varias de esas arterias han cambiado en el presente de nombre: Omaguas, Factoría, Tambo, Pastaza, Lagunas y Mora. El comercio se aglutinaba entre el malecón y la calle Próspero y las tiendas y negocios atendían hasta las 10 de la noche.

Los domingos y los días feriados ninguna tienda abría las puertas ni las ventanas, salvo los amigos de los ajeno que no creían  en rojos en el calendario y laboraban hasta horas extras.  No existían  las salas de baile, ni las ruidosas fiestas públicas y las parrandas se hacían en las casas particulares. La  existencia no era aburrida, pues las gentes podían visitar  la iglesia de la Plaza de Armas. O regocijarse con la laguna de victorias  regias, el  lago de Moronacocha, el caserío de Punchana. O subirse al tren urbano y dar vueltas y vueltas sobre la urbe.  Pero si se cansaba de viajar en círculo, podía descender e ir a pie hasta la cantina El Jabonero con el pretexto de ver una obra de teatro.

En su recorrido hacia los engañosos consuelos del licor podía enterarse que los terrenos de las calles centrales estaban por las nubes.  El alto precio de 20 soles por metro cuadrado no estaba al alcance de sus bolsillos o sus ahorros. También podía quejarse de que solo existieran 5 escuelas ediles: 2 de varones, 2 de mujeres y una mixta. La educación era la llave maestra del progreso. Podía pasar luego por los locales de la Prefectura,  la Junta Departamental, el Centro Social, la Sociedad Geográfica,  la plaza del mercado, y sorprenderse ante la modernidad de inmuebles revestidos de azulejos aporcelanados que alzaban los potentados de la explotación cauchera.

El parroquiano de ese tiempo, antes de arribar al teatro en la taberna, podía pasar cerca a los 3 hoteles que atendían la demanda de alojamiento: El Venecia, el Roma, el Mahuar. Podía visitar la única fábrica de hielo, propiedad de los socios Hernández  y Magne. También  podía hacer antesala bebiendo una kola en una de las tres fábricas o embasadoras de aguas gaseosas, una de las cuales era negocio del   afamado doctor Francisco Barthelet. No iría a ver como trabajaban en la factoría, porque ese negocio había dejado de ser del Estado y pasó a sospechosas manos privadas.

En su destino urbano entonces le quedaba  al caminante la cantina El Jabonero. La función podía esperar, pero no el brindis con los amigos de siempre, aquellos que todo, penas o alegrías, lo trasladaban al brindis. En ese tiempo el bar no era una institución extendida o dominante. Era un lugar que buscaba imponerse, ganar adeptos para su causa. El teatro tampoco existía, como institución socialmente aceptada, como lugar incorporado al paisaje urbano, como espacio que influía en el tiempo del ciudadano. Era como una ilusión imaginar un lugar así, pese a los excedentes  que producía la explotación de la savia.

Ese mismo año de 1905 las autoridades rechazaron la propuesta de construir el teatro de la ciudad, obra imaginada por van Hassel. Los que tenían la sartén por el mango prefirieron gastar en otro cosa, en  algo más importante y levantaron  el edifico de la cárcel de la calle Brasil. Y pudieron ir a ver las obras teatrales en la taberna. No en otro lugar, porque era más rápido alcanzar la embriaguez artística, suponemos. Los habitantes de todas las calles de ese tiempo, partidarios del beber y emborracharse fuera de casa,  deben haber optado por lo mismo. En esa elección se perdió el teatro y se consumó la victoria de la taberna.