Por Filiberto Cueva

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Una amiga muy querida, a la que veo incluso como una hermana mayor me ha escrito una carta hace casi un mes. En ella me remite sus mejores deseos y adjunta una foto de cuando recibimos juntos el 2015.

No estaba enterado de que ella había escrito una carta para mi – teniendo en consideración que la última carta que recibí ,escrita a puño y letra fue en el 2004 – En adelante, los correos electrónicos, mensajes de texto y los (a veces invasivos) mesajes de whatsapp han reemplazado al sobre y el papel. Me entero de la existencia de tal carta porque ella me lo pregunta ¿recibiste mi carta? . Por mi parte le digo digo ¿tu carta? ¿de qué carta me hablas?. “Te he escrito hace unos días”  continúa, al mismo tiempo en que me da los detalles de tal carta y de la foto que imprimió para adjuntar en el mismo sobre.

Dicha carta, que se sentía como una sorpresa latente, ha pasado a ser, un cuestionamiento constante. La pregunta ¿dónde está la carta? es una pregunta que se repite a cada momento. Me dice mi amiga que el envío lo hizo a través de servicio ordinario. Es decir, que correos podría dejar la carta en el buzón sin pedir a alguien de casa que firme un cargo como recibido. Con lo cual, si la carta se pierde en el camino o llega a manos equivocadas, nadie podría dar razón y asumir responsabilidad al respecto.

Esta situación me llevó a abrir el buzón de correos de casa todos los días. Hasta que un día me encontré con el cartero que tiene a cargo la calle donde vivo, misma a la que debe entregar cartas, revistas y publicidad día a día.

Lo encontré un lunes al promediar las 12 del mediodía. Con mirada fija le dije “ Es usted con quien quiero hablar”. Él, un anciano como de 60 años o algo más de 55 me dice “para qué me buscas”. Le cuento entonces el dilema con mi carta. Que la espero desde hace un mes y aun no llega. Que el máximo que podría tardar una carta es 15 días y ya habían pasado 30 desde cuando lo enviaron. Le pido que busque en su camioneta, que en algún lugar debe tener mi carta.

Él sonríe y me dice, tengo 2000 casas a quienes entregar cartas. Solo dame tu apellido y voy a tratar de recordarlo. Lo miro, sonrio. Me rehúso a confiar del todo en lo que me dice y es porque si algo es frágil, a veces egoísta e incluso traicionera, es la memoria.  Pero ahí voy, le digo que apellido Cueva y prosigo dándole detalles de la carta. Luego de 20 minutos de no parar de hablarle él me dice ¿ Era un sobre rojo?. Me detengo en mis explicaciones y le digo ¡ Sí ! ¡ Me han dicho que es un sobre rojo !. Posteriormente me dice ¿ vives solo? a lo que respondo : “no, vivo con amigos”.

Una vez le dije eso, que vivía con más personas, el cartero con voz “media cómplice y en silencio” me dice que indague entre mis compañeros, que pueda que quieran hacerme una broma. Que uno de ellos debe tener mi carta. Porque él no la tiene, dado que entre cerca de 2000 familias a las que entrega cartas y correspondencia todos los días, él recuerda el sobre rojo.