El mundo es mío…

Hoy, lejos de pensar, reflexionar, filosofar; renegar de la situación política y social, criticar las maniobras ideológicas; cuestionar mi propio ser y el de los demás, quiero rendirle un homenaje especial, un tributo justo a la ruralidad amazónica. Quiero describir, escribir y transcribir en esta crónica que en esta travesía por el Río Mar he venido atisbando una hilera de pueblos que han dejado atrás las clásicas esterillas de pona para darle paso al color de la madera; y pintar sus fachadas con la alegría del blanco marupa o el rojizo quillosisa. Han aprendido los comuneros que es necesario hacerse notar porque desde la lejanía se atisba un colorido Gallito, con su escuelita pintado de ocre y ladrillo. Están también las múltiples expresiones de fe con sus variadas manifestaciones, donde uno puede llegar o también partir con la decisión personal.

El río está bravo, crece y se pone recio, demostrando su omnipotencia en su torrente; en sus ondulantes remolinos; en su marronesca fisonomía, que a los foráneos le da pavor y a los lugareños les envuelve en sus misterios, muchas veces te encierra en su ternura que invita a quererlo, se deja ver su crespura espumante y fiera.

Este es el color del campo; su frescura de hoja, su calor de sombra; su risa de agua; su brisa taciturna y su canto enmarañado de bifurcadas riberas; sus edificios verdes y marrones desnivelados por la edad y el estilo de sus formas; sus entornos orillados con aroma de jabón de lavar; con cuerpos desnudos sin excusas, sin inhibiciones ni malicias remojándose al amparo de la greda. Un pate y un tazón en lo alto de la corona. Eso es todo. Los arbustos ahogándose en la playa a causa de la crecida; acogotados de agua, levantando las ramas en señal de auxilio. Este Río Mar, tan extenso y extraviado, tan puro y lisonjero; tan sereno y malvado; tan ruin y risueño; tan salvaje y vivaz; tan espontáneo y bravío.

Este río que cuelga en la ventana de los ojos los miles de matices imaginados e inimaginados; ni con la soga sabia, atisbada. Sus formas corpulentas y radiantes y a pesar de ello, frágiles; de una fragilidad de exterminio.

Los labradores colgando sus machetes al hombro auscultan el viento para percibir el sonido de las embarcaciones que acaso les trae (y renueva) los recuerdos de la Gran Ciudad. Acaso la nostalgia de algún amor fortuito y fugaz. Caen rendidos al hedor  de sus hocicos humeantes y corren tímidos al puerto cuando los escuchan detenerse. De repente algún recuerdo trae consigo esa panzona. Algunos sonríen recordando alguna picardía de mozalbete ocurrido durante algún viaje; alguna majadería calculada en sus pastranos.

Aucayo, la otrora capital del distrito de Fernando Lores, hoy capital del río y su gente, que ha sabido hacer del pueblo, un jardín para el mañana. Centro Unión, al fondo, tratando de unir el centro de la montaña con el labio del río; la producción y el esfuerzo del labrador con la vía a la Gran Ciudad. Más adelante la crónica de los demás pueblos.