ESCRIBE: Percy Vílchez Vela

Entonces, en el recoleto ámbito de la Universidad de Nebraska, estalló una súbita e impensada rebelión. Sedientos estudiantes, ávidos alumnos, perdieron la cordura en un momento. Y, como si nada, mandaron al cuerno las clases, desconocieron la autoridad de sesudos y graves catedráticos, se zurraron en los estrictos códigos del claustro y armaron alboroto. Era el 14 de abril de 1955 y los desatados protestantes interrumpieron el tránsito peatonal y vehicular, invadieron los dormitorios de las muchachas y se apoderaron de sus vestidos y danzaron enardecidos mientras coreaban insólitas consignas que nada tenían que ver con la mejora de la calidad educativa, el aumento del presupuesto u otra reivindicación de las aulas, sino con la urgencia de beber cerveza. 

Los enardecidos estudiantes nebraskeños no se contentaban con libar o mamar ese licor en sus casas o en concurridos bares. No se contentaban con disponer los fines de semana para arrojar por la borda las aburridas y tediosas clases y tirarse una soberana muca. Y anhelaban otros espacios, otros ámbitos, para hacer el salud de rigor y para empinar el codo. Querían el permiso oficial para chupar hasta en las aulas y en horas de las académicas clases. En el delirio de las urgencias de sus desatados gaznates buscaban inaugurar una taberna colosal que no respetara límites y prohibiciones. Y como los mandamases de aquella institución prestigiosa, que por supuesto bebían discretamente sus aguas, se habían opuesto a la cerveceada en el Alma Mater, los estudiantes entraron en corajuda protesta.  

El motín estudiantil de la cerveza paralizó la vida universitaria, porque los sedientos estudiantes no estaban dispuestos a torcer el brazo y renunciar a sus propósitos bebedores. Consideraban que era un derecho fundamental destapar las botellas dentro de los límites de esa superior casa de estudios, hacer el seco y volteado con panuda obstinación y tomar hasta las últimas consecuencias. Las autoridades de ese claustro sintieron que estaban ante un sismo y tuvieron que buscar a toda costa el dialogo y el acuerdo para detener un estallido final. El argumento del licor era definitivamente importante y había que hacer tibias concesiones para permitir no la orgía bebedora que podía convertir a ese centro en un bar desenfrenado, sino que los exaltados contestatarios tuvieran un lugar adecuado para sus ocasionales tomadurías. De esa manera la seria y grave Universidad de Nebraska permitió el consumo moderado de cerveza entre los estudiantes. 

El consumo de licor nunca ha sido ajena al claustro universitario. Entre nosotros, los sedientos selváticos que, a mucha honra y garganta sedienta ocupamos uno de los primeros lugares en consumo de la espumeante cerveza, la chupandanga tiene su historia. Tiene, por ejemplo, catedráticos que suelen amanecer en bares en vez de asistir a dictar clases. Cuenta, por lo demás, con estudiantes ávidos que combinan las lecciones con borracheras que no desprecian el insólito y ardiente alcohol de farmacia. Licor y claustro van unidos y nunca falta un brindis educado para celebrar algún acontecimiento académico, prólogo de una segura borrachera posterior. En los claustros amazónicos nunca hubo una protesta en aras de beber cerveza u otro licor en las mismas aulas. Esa calma no se debió a la falta de rebeldía o de ganas de chupar en plena clase, sino a una medida disuasiva. 

Esa medida funciona mejor y más visiblemente en nuestra más antigua universidad. Para que no haya alboroto y para que nadie se soliviante ciertos ciudadanos visionarios y emprendedores rodearon de bares el territorio unapense. El claustro referido cuenta con más tabernas a su alrededor y los universitarios, catedráticos y alumnos, pueden ir de las aulas a los bares sin mayor esfuerzo y disfrutar a sus anchas de la seducción de las botellas.