En una atestada ceremonia, que contó con su orquesta de rigor, sus bocaditos y bocadazos y sus dolidos discursos de parte de las principales autoridades de la ciudad, se clausuró para siempre jamás el servicio de las casetas policiales. En el evento se determinó que esos lugares se habían pervertido debido a malos efectivos que buscaban hacer negocio y dar rienda suelta a sus bajos instintos en vez de proteger al desamparado ciudadano y de combatir a los amigos de lo ajeno. Esas casetas eran un mal ejemplo en todo sentido y no podían seguir operando con impunidad. Tenían que ser clausuradas sin piedad ni consideración.

Sucedió que esas casetas, levantadas en las esquinas, en sitios concurridos como cierto cementerio, en lugares donde  abundaban los asaltos, aparecieron esas casetas con sus uniformados adentro. En ese instante se pensó que el servicio iba a ser completo y que los moradores saldrían beneficiados, pero no fue así. Ocurrió que de repente comenzaron a ocurrir cosas extrañas.  Los efectivos, en vez de vigilar, se dedicaban a meter mujeres a las casetas y dar rienda suelta a sus bajos deseos. Pronto esos  lugares se convirtieron en hostales al paso, en graneros del amor comprado, en sementeras de placeres prohibidos. Era imposible que las cosas siguieran en lo mismo y tuvieron que intervenir las autoridades para poner freno a tanto relajo nocturno.

La situación empeoró cuando se detectó cierta vez que  algunos policías,  que tenían vocación de mercachifles o comerciantes,  se dedicaban a vender chucherías desde esas casetas. Vendían cigarros, caramelos y otros productos afines.  Era el colmo y entonces se determinó cerrar esos lugares antes de que arribara la perdición para todos. En esos lugares entonces no quedará nada y el olvido pronto se instalará en las memorias y dentro de poco nadie recordará que allí estaban las desventuradas casetas policiales que dieron un pésimo servicio a los pobres ciudadanos.