El sorpresivo  atentado al circo de un conocido humorista peruano, fue el inicio de una extraña y convulsa era de violencia contra esos lugares de la diversión populosa. Nadie sospechó que los desalmados del país iban a tener como objetivo central de sus ansias de agenciarse de dinero,  gracias a amenazas y ataques beligerantes, a esos sitios de relajamiento cívico. La violencia latente adquirió entonces otra franja de posibilidades y así fue como los cirqueros se convirtieron en carne de cañón de la nueva modalidad delictiva. Los desalmados no dejaron de seguir agrediendo con granadas de guerra a los circos  instalados en la capital de la república,  hasta acabar con toda huella de carpas y payasos.

Después los ataques ocurrieron en las principales provincias y las plazas quedaron vacías de cualquier presencia circense,   pues nadie  pudo ni frenar esos agresiones ni detener a nadie de los delincuentes desatados.  Fue así como la patria peruana quedó vacía  de carpas y actuaciones. Hoy que ha pasado tanto tiempo de esa época oscura y violenta, el circo es un simple recuerdo en la mente de los más antiguos ciudadanos que han dejado de divertirse con las funciones cirqueras de cada fecha o de cada feriado.  Cuando hay un rojo en el calendario, como por ejemplo las fiestas patrias, los ciudadanos de ahora se divierten jugando cachito en las cantinas, jugando bingo en lugares públicos o comiendo a manos llenas.

Para evitar otros atentados a esos sitios,  las fuerzas policiales tienden verdaderos operativos y hacen una limpieza de cualquier sospechoso que aparezca cerca de esos centros de la nueva diversión.  Pese a todo ello, algunos tienen miedo de salir de sus casas y se atrincheran  a celebrar con cualquier mentira los feriados, porque están seguros de que en estos tiempos de angustia desbordante y de desorden nacional  en cualquier momento ocurrirá un atentado feroz.