No llega a los 1,60 metros de altura, pero viste camisetas gigantes que parecen sacadas del uniforme de un jugador de fútbol americano.

Sus hombros apenas caben en ellas y la chaqueta azul que le resguarda del frío en invierno se la debe a un amigo que le añadió retazos del mismo color para que sus brazos pudieran entrar en las mangas.

Alejandro Ramos, o como lo llama su familia, Willy, muestra la prenda con una mezcla de orgullo y cariño en la habitación del Centro Médico Naval que ocupa desde diciembre, cuando la Marina de Guerra del Perú le ofreció estudiar su caso.

Hasta entonces, apenas había recibido tratamiento ante la falta de dinero… y la vergüenza de salir a la calle con su nuevo cuerpo.

Del codo para abajo, sus brazos podrían pasar como los de cualquier hombre sano de 56 años.

Son sus bíceps, con un contorno de 62 y 72 centímetros cada uno, los que hacen que se posen sobre él todas las miradas.

De cada codo nace un bulto que tiene encima otro aún más grande que se funde con los hombros.

Sus pectorales, inflados, cuelgan sobre un estómago que, al igual que la espalda, caderas y muslos; también presenta un volumen mayor al que debería.

Al factor estético se suman el dolor de huesos que le impide caminar con normalidad y el silbido que emite su pecho cada vez que respira.