El Editor

Cierta vez visitó la redacción un muchacho tímido. Todos los miraban, iba de jeans y una camiseta blanca con un logo anarquista y con aire algo despreocupado. Hablaba poco, lo justo. Preguntó casi para dentro por el jefe- editor. ¿Qué quieres? Lo repitió en voz más alta. Ahhh, siéntate y espera que ya viene, le dijo la secretaria, la cuñada del mandamás. El jefe o el puto jefe como le llamaba “El Sisurro”, Brooklyn Pipa, se llenaba la boca y fantaseaba que era una editorial seria y con toda ley. Era una imprenta donde se editaba calendarios de chicas con los pechos de silicona, dietarios para concejales y alcaldes, imprimían folios con membrete a diferentes municipios del archipiélago, pero para el pobre dueño era una editorial como dios manda. A veces publicaba obras literarias y ya editadas las guardaba en una lúgubre habitación donde se leía: Almacén. Con los textos impresos el mentado editor tenía un paradójico afecto, no sabía si amarlos u odiarlos, pero no los quería junto a él. Definitivamente él no amaba a los libros, simplemente los imprimía sin más, los textos mal editados y sin fe de erratas pueden dar fe de ello, era incapaz de reconocer un error, era de otros y no de él. Nunca hizo una reseña de la contra carátula como manda los cánones editoriales, le daba pánico escénico y el temido atasco de la página en blanco, sudaba y renunciaba a pergeñarlos. El imberbe escritor tocó la puerta de la imprenta por las referencias e insistencia de un amigo y viejo periodista porteño, dile que vas de mi parte. Él bisoño literato luego de cincelar la palabra se afanó en terminar un libro de cuentos. Le costó sudor y autocrítica feroz. Sus patas del círculo más íntimo leyeron esas historias y le dijeron que no estaban mal, eso le animó a buscar que le publiquen. El editor, una persona regordeta y que andaba de guayaberas beige para arriba y para abajo, andaba metido en mil negocios o chanchullos de renta rápida, hijo, de los libros no se vive, lo comentaba con deshuesada solemnidad. Así que vendía colecciones de enciclopedias y era informante político con una columna en un diario local, eran noticias sin contrastar, es decir, se pasaba por el Arco del Triunfo el libro de estilo, son repulgos de empanadas. Era la quinta vez que iba a verlo y nunca acudía a la cita, deducía que su vida era un caos que solo él la entendía, y cuando llegaba a la entrevista pactada aducía que estaba apurado y con un turrón que neutralizaba a los mosquitos que merodeaban la oficina. Este amigo quien le recomendó le espoleó que no desistiera y no se diera por vencido fácilmente, quien llora mama, le soltó el chascarrillo. Era una persona atípica rezongó para eximirlo de responsabilidades, se olvidaba de sus promesas volátiles como es la regla de oro de quienes editan libros en el marzal, le apostilló con congoja y resignación. Sí, sí. A la sexta vez luego de esperar tres horas y con el eco de los jugos gástricos, se levantó y se fue sin despedirse mientras la secretaria hablaba por el móvil y mandaba mensajes por el wassap a sus amigos. Tomó un destartalado motocarro por dos soles y se encaminó hasta el malecón. Observó que el río color del jugo de ungurahui había crecido y a lo lejos se divisaba dos palafitos con techo de irapay. Él estaba metido en un bucle de rabia y felicidad. El guirigay de los motocarros y el desbarajuste del tráfico ornamentaban la viñeta tropical. En su bolso cargaba con los folios del original de los cuentos y un pendrive. Desde la orilla los arrojó sin pena a las aguas del Itaya. Se sintió la persona más feliz de la tierra.

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